martes, 21 de junio de 2011

ASESINATO CIVIL

Llevo 10 años recluido en mi libertad, 10 años de completa soledad, 10 años de poder dormir hasta medio día, me siento estupendo, corté todos los posibles lazos sociales que se me ofrecían, me siento grandioso; probablemente lo único que llego a extrañar de vez en cuando es el toque de una mujer, pero como bien se sabe: a todo se acostumbra uno.
Trabajé durante 30 años en Luz y Fuerza del Centro, mi ocupación durante cada uno de esos horribles 10,950 días fue de cajero: ver personas, rostros y rostros de 8:00 a.m. a 3:00 p.m., escuchar anécdotas olvidables, uno que otro reclamo injustificado por los precios, cosa que no me tocaba (yo no era de quejas o servicio al cliente), siempre la misma caja, el mismo asiento, el mismo vidrio polarizado con un hoyo para recibir el dinero, el mismo reloj corriendo lento, la misma luz violeta para verificar los billetes, el mismo infierno. Durante esos 30 años ningún día varió al anterior, nunca tuve una cuenta mal, una sola preocupación, un aumento, un reproche, una impuntualidad, nada. A veces deseaba con todas mis fuerzas un poco de sazón al horario, no importa qué tan catastrófico hubiese resultado: un asalto armado hubiera sido magnífico, un tiroteo, muertos, un parto en el edificio, algo que quebrara la asquerosa rutina, pero no, 30 años de días clon, harto de tantos y tantos rostros.
El día más bello de mi vida fue el de mi retiro, por fin, estaba libre de esa horrenda condena, y les juro que siempre fui inocente, purgué la condena de degradarme espiritualmente y obligarme a permanecer en un empleo burdo y robótico a cambio de alimento malo, poca ropa y un departamento mediocre, quizá una salida al cine una vez al mes y una prostituta a la quincena para hacer la vida tolerable, o sea, a cambio de ejercer mi derecho a vivir una vida humana. Jubilado al fin, una pensión poco decente me permitió aislarme de todos esos repugnantes rostros y no volver a tener contacto con un ser humano otra vez, salvo para lo mero necesario. Nunca me casé, era inconcebible siquiera pensar en alguien viviendo conmigo, robándome mi aire, robando las pocas horas que me quedaban después del empleo, el dormir, el comer y el viaje respectivo al trabajo; por obvias razones tampoco tuve hijos, un hombre debe pensar o en el amor o en el empleo, no hay tiempo para ambas ¿una mascota? de ninguna manera, rompen la confortable sensación de soledad.
Sólo salía de casa cuando urgía: una vez al mes a cobrar mi pensión y procuraba que ese mismo viaje me sirviera para comprar todo lo que necesitaría en el mes. Siempre iba a supermercados, tiendas de autoservicio, para no tener que hacer ni un cruce de palabras con nadie, el carrito se llenaba de carnes congeladas y latas de productos en conserva, cuando todo sale bien en la tienda lo único que tengo que decir es: “Y me da 3 paquetes de 10 cajetillas de Marlboro rojos”, sólo porque guardan los cigarrillos bajo llave, lo demás lo comunico confirmando o negando con la cabeza, muy buenos los meses cuando sólo salen de mi boca esas 11 palabras. Después de eso paso a la librería, también de autoservicio, ubico la sección que me interese, por lo regular poesía o historia, y me paso un largo día revisando esos estantes, seleccionando mis compras, revisando cada título y autor con minuciosidad científica, siempre se me acercan los empleados a preguntarme su obligado y falso: “¿puedo ayudarle en algo?” Yo niego con la cabeza. Después de esa salida de un promedio de 3 a 4 horas puedo regresar a hibernar durante todo el mes. Los servicios domésticos se descuentan de mi tarjeta de pensionado, sólo cuento con: luz, agua y gas de todas formas.
La vida iba muy bien, no había preocupación alguna, el descanso imperaba. Me había convertido en el ermitaño que siempre quise ser. Pero todo lo bueno acaba en esta perra vida. Una salida mensual a preparar los suministros del mes terminó en horrible desgracia, recién salía de cobrar la pensión en el banco, oscurecía, pasaban de las 6:00 p.m. cuando dos adolescentes flacos y debiluchos se acercaron a mí, uno empuñaba una pistola, una pistola vieja y probablemente inservible, el otro se deslizó rápidamente tras de mí, y en un movimiento de rapidez juvenil extrajo mi billetera del bolsillo trasero, Ipso facto se escabulleron velozmente por una callejuela sin alumbrado, ni siquiera notaron que mi billetera sólo contenía mis identificaciones, todo el dinero que retiré del banco se encontraba sano y salvo en el bolsillo de mi abrigo. Volví a casa sin mayor preocupación, aun me quedaba un mes de dinero, tendría que reponer documentos a la mañana siguiente, no hubo gran pérdida en la depredación.
Al día siguiente, después de mucho pensarlo, me dirigí a la oficina de seguridad social a solicitar una nueva credencial para cobrar mi pensión, me requirieron acta de nacimiento, credencial del IFE y comprobante de domicilio. Fui a buscar a casa los documentos, sólo hallé el acta de nacimiento: la IFE se fue con la cartera, y los recibos de pago no existían: eran descontados del comprobante de liquidación de pago, llevé el recibo. No se puede hacer nada sin la IFE, me dijeron los burócratas. Tomé mis documentos y me fui, imposible ganar un argumento con un burócrata. Traté de obtener la credencial del IFE, misma historia, imposible sin una identificación oficial con fotografía. La de pensionado, la única con la que contaba, estaba en las manos de unos rebeldes sin causa. Fueron más accesibles en el IFE, me pidieron a dos testigos con sus credenciales para votar. Malas noticias, llevo aislado 10 años, no tengo a nadie, no he hablado con una persona más que para pedidos en esos años, mis padres murieron hace tiempo. Los únicos documentos con los que contaba no eran útiles. Entré a un callejón sin salida. Imposible discutir o discrepar. Para ellos no era nada, un papel enmicado con un número aleatorio valía más que mi presencia, que mis gustos, que mis intereses, que mis virtudes, que mis defectos, que mi ser. En esta sociedad sólo eres un número, para ellos no hay sentimientos, no hay nada más que un número vacio, un 3820730498 les importa y vale más que un ser humano que cuente con un aparato circulatorio más complejo incluso que toda la fría y aburrida estructura social. Herbert Spencer, la estructura social es un asco comparada con la estructura biológica, eres un farsante. Mi pulmón derecho no necesita de un número para ejercer sus funciones, tienes que creerme, tu modelo no funciona.
Estaba atrapado, anduve de oficina en oficina oyendo siempre lo mismo: “lo siento señor, no podemos ayudarlo”, lo acepté, el gobierno me había matado, por lo menos civilmente, yo que les di mi juventud, mi fuerza, mis anhelos, mis 30 años de mayor vitalidad, no era nada, ya no era una cifra para ellos, se desentendieron de mí, del trato que teníamos, de mi pensión, estaba acabado. Yo, que siempre procuré una puntualidad de 15 minutos antes en la jornada. Yo, siempre envuelto en camisa planchada a la perfección, corbata combinada y zapatos lustrados impecablemente. Yo, siempre regalando mi voto al candidato sugerido por el sindicato. Yo, ofreciendo mis servicios con una sonrisa. Yo, aceptando quincena tras quincena el impuesto sobre la renta retenido sin cuestionar siquiera de qué se trataba, había sido asesinado civilmente por las instituciones a las que dediqué mi vida.
El fin de mes llegó, la comida se agotó, no quedaba nada, a mis 60 años estaba derrotado, muerto para el sistema, no podría conseguir otro empleo sin documentación, la única forma de recuperar mi pensión sería yendo preso. Recuperaría mi comida, mi techo, mi agua y quizá la biblioteca de la penitenciaria sería aceptable. Lo decidí, cometería un crimen que me recluyera a perpetua.
Como este sistema me falló, tomé una idea basada en un sueño que siempre quise realizar, me hice mi propio zapato con cuchillo retráctil, como los de los agentes de la KGB. El cuchillo era poderoso, lo afilé yo mismo, cuando probé su potencia deslizando la yema del índice sobre él, al momento en que mi dedo lo tocó se rebano, hizo un fuerte corte sobre mí, estaba listo, calcé la poderosa arma de espías soviéticos y me dirigí al Zócalo. Era domingo, mucha gente transitaba, me acerqué de frente a un muchacho que rondaba por los 20 años, mi misericordia se esfumó en ese momento, asesté una poderosa patada en el riñón del joven, la navaja escondida en mi zapato funcionó de maravilla, hizo una potente incisión, la sangre brotó y brotó mientras él caía de rodillas, no sabía que un humano tuviera tanta sangre, en pocos segundos estaba literalmente bañado en sangre, qué aparatoso se veía. La euforia me transformó, mi visión se burocratizó, ya no veía personas, veía números. La señora embarazada, a la que arremetí con poderoso puntapié en el abdomen sólo era un 387, el niño de 5 años que se llevó un patadón en el ojo que penetró hasta el cerebro era un 47, la ancianita a la que con una barrida giratoria le desprendí los pies de los talones era el 1,231, el joven fortachón que llegó a intentar detenerme y que recibió una patada giratoria en el estomago que lo dejó con los intestinos esparcidos en las manos, y que intentaba desesperadamente reacomodar en el interior de su abdomen, era un simple 3. Cada patada daba el mismo resultado, exceso de sangre, en serio, a cada persona le brotaban entre 3 y 5 litros del líquido, era asombroso ver ese espectáculo, en cuanto mi pie-cuchillo daba una rebanada en la blanda carne la sangre brotaba a presión, como manguera de bombero. Siempre creí que esas películas de acción exageraban al mostrar tan absurdo y violento desparrame de sangre, pero no, tienen toda la razón, los hombres encargados de efectos especiales se apegan bastante a la realidad. Después del siguiente: una patada voladora en el cuello de un señor (678), que terminó con la cabeza rodando por el rio de sangre, un policía armado solamente con una cachiporra se me acercó temeroso, yo me agaché, me desaté el zapato-navaja, lo puse en el suelo, alcé las manos y me entregué sin forcejeo alguno.
El día del proceso penal llegó, el juez me requirió una identificación con fotografía o la IFE, no contaba con ella, revisaron mi expediente en la computadora, no había nada, el juez me dijo: “disculpe señor, si no cuenta con identificación oficial, o dos testigos con su IFE, no lo podemos procesar” “no, no cuento con nada, no conozco a nadie desde hace 10 años” “entonces no me haga perder más mi tiempo, puede irse.” Regresé a las calles, sin dinero y con hambre, conseguí por suerte un nuevo empleo, por desgracia tengo que hacer mucho contacto con las personas, mi maldición, la burocracia, mi nuevo empleo consta de acercarme a las personas y requerir: “disculpe joven, ¿me regala una moneda?”

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