jueves, 23 de julio de 2015

LA HISTORIA DEL CABALLEROSO SALUDADOR

Existen por millares, individuos lerdos, que, cuando los conoces por primera vez, te saludan apretándote la mano con fuerza excesiva, hasta llegar a deformar su propio brazo, justo con la intención de ejercer presión sobre la mano contraria. Comprendía perfecto su intención inicial de establecer una relación desigual de poder, −lo cual hubiera sido lógico en una reunión de políticos, boxeadores, albañiles, karatecas ¿pero en una fiesta o reunión familiar?− Ante esta situación, me decidí a llevar a cabo un absurdo experimento, el cual consistiría en lo siguiente: Fortalecería mi mano derecha a lo largo de un par de meses, por medio de una máquina para ejercitar el común apretón de manos. Las mañanas y sus tardes transcurrieron, los ejercicios que, sin aparentes cambios físicos en mi extremidad, habían logrado el objetivo previsto, un apretón de manos de fortaleza medieval; para darme una idea, decidí medir mi ímpetu con una unidad de medida universal: jardineros comunes. Como en ocasiones ocurre, luego de esfuerzos apasionados por lograr un objetivo, una bruma de tiempo se arrastra en los escondrijos de nuestra existencia, aplazando el momento para realizar nuestra más ardua prueba. A pesar de mi nuevo y reforzado apretón de manos, no me encontraba a nadie con la nefasta característica de querer imponerse sobre mí con el primer saludo; pasaron muchos viernes, demasiados martes, pero nada. Como la mierda de las aves citadinas, que te caen en la cabeza sin que siquiera lo sospeches, llegó de imprevisto: era un tipo con obesidad leve, un poco pelón de todo cráneo en general y de regordete cuello. Algo en su actitud me decía que no tenía éxito con el sexo opuesto, portaba lentes platinados y camisa de algún equipo de fútbol de un continente ajeno al Americano. Todas estas pistas sobre su ser, las sabría después de nuestro combate, hasta tener los segundos suficientes como para comprender su formas. Nos encontrábamos en un salón de clases, platicando con otros compañeros de edades diversas, el gran pequeño obeso saludó a todos con naturalidad, yo jamás auguré que él fuera mi futuro contrincante. El momento llegó: me apretó la mano con suma fuerza, elevando el codo para aplicar más tensión con la palanca que hacían sus dedos; jamás se imaginó que la fuerza de 3 jardineros comunes –no sabía aún que mi fuerza podía aumentar por medio de mi enojo y tesón en el combate− se posarían sobre su regordeta mano. Como pinza de cangrejo, apliqué presión sobre la zona ubicada entre el pulgar-índice y la parte baja del meñique, llevando a cabo una magistral maniobra que sólo los meses de entrenamiento me permitían lograr a la perfección. Dirigí mi mirada hacia su rostro, la intensión de disimular consternación era evidente. Un poco sonrojado por su derrota, luego de soltarnos las manos, se sintió un aura de zozobra sobre su ser. Bajó la mirada, se fue rápido a servir un pequeño vaso de refresco de cola, para aguantar el susto. Yo degustaba la indiscutible aniquilación de su baladí ego. Todo cambió, en adelante el hombre regordete −que después me enteraría que se llamaba Enrique− me saludaba sólo resbalando su mano sobre la mía para después volverla puño y así, chocar ambas manos cerradas con un ligero golpe en los nudillos.  El jardinero que habitaba en mi brazo derecho calmó sus ansias, pero a pesar de ello, continué ejercitándome a diario, ahora una gran responsabilidad descansaba sobre mis dedos, siempre sería justo y sólo combatiría a los bellacos, impostores y abusadores. En ocasiones, me preguntaba quién sería el encargado de arrebatarme el título del más caballeroso saludador de la historia o si en algún momento, mi bondadoso corazón se inundaría de maldad para diseminar por el mundo la tradición de aniquilar, por medio del saludo, la autoestima de las personas. De eso sólo los saludos serían testigos, en la infinita sinfonía de los tiempos.