lunes, 18 de enero de 2016

OAXTEPEC (2016)

I.
Partimos de mañana en un autobús amarillo. Detrás de las montañas, la Aurora de rosáceos dedos comenzaba a iluminar el cielo. El Sol, ese eterno punto de referencia, calentaba los cuerpos a medias, sin necesidad de hacerse visible.

Nuestra nave Argo, una carcacha rodante de cero estrellas, estaba provista con los siguientes servicios: aire acondicionado que en vez de aire expelía polvo y telarañas; televisor descompuesto de diecinueve pulgadas; asientos rechinables desollados vivos y con varios fierros expuestos; baño unisex con el seguro trabado; botellas vacías de mezcal y cajas de jeringas sobre los portaequipajes; penetrante olor a pinol y amoniaco en el ambiente; chofer bigotudo y taciturno al volante; seguro de vida tasado en trescientos pesos; y por fuera, a los costados de un parabrisas semiestrellado y con verdosas manchas de caca de paloma adheridas, un par de espejos retrovisores que se erigían paralelos y se curvaban como la cornamenta descalcificada de un toro de lidia.

Viajábamos cómodamente, eso sí. Éramos apenas quince (ocho niñas y siete niños) en un espacio destinado para treinta personas, aunque las maletas tenían que ir amontonadas en las últimas filas de asientos, por lo sucio de las rejillas maleteras. A mi lado, absorto en su videojuego portátil, Alfredo pulsaba botones frenéticamente. Tras muchos esfuerzos había logrado convencerlo de que me cediera el lugar junto a la ventana, con la promesa de que a él le tocaría de vuelta. De cualquier forma, y siempre que la batería de su aparato tuviera suficientes rayitas de carga, desentenderse de lo que ocurría a su alrededor no le ocasionaba mayor problema. A mí, por ejemplo, pudo ignorarme durante casi todo el trayecto sin cruzar palabras de reconocimiento ni miradas de cortesía. Si acaso despegaba los ojos de su juego era para lanzar vistazos ocasionales al cielo, beber tragos de su refresco de cola, o para insultar con desgano a Iván, quien, sentado detrás de él, a intervalos le propinaba sonoros zapes en la nuca.

Julio y yo matábamos el tiempo arrojando bolas de papel por la ventanilla y tratando de atinarle a los autos que pasaban a nuestro costado. Como ambos íbamos en asientos contiguos, pudimos competir para ver quién tenía mejor puntería. Sin duda Julio se hubiera llevado la corona de laurel, pues a cambio de mí, que imprimía muy poca fuerza a mis lanzamientos, por lo que el viento o la velocidad terminaban desviando su objetivo original, él ya había logrado colar sendos proyectiles dentro de un par de vehículos, golpeando incluso, en una ocasión, la frente surcada de un anciano que iba al comando de un convertible.

Poco duró nuestra sana diversión. Pronto enfilamos por la carretera rumbo al suroeste, conocida como Autopista del Sol, y los blancos para apuntar se hicieron más escasos, por lo que dejamos de intentarlo. Volteé a ver a Alfredo, con ganas de entablar conversación, pero él ya estaba abstraído del mundo, en completa comunión con lo que ocurría tras la pantalla de su artefacto: Et in Arcades ego.

Aburrido, me asomé por la ventana a contemplar el paisaje, pero a excepción de enormes rocas prehistóricas, campos infértiles y una que otra casucha dispersa, no había nada que valiera la pena mirar. La noche anterior apenas había logrado conciliar el sueño un par de horas, nervioso por lo que vendría a continuación. La mañana de aquel viernes de julio me levanté a bañar antes de que el despertador se accionara, y fui a sacudir a mis legañosos padres para que me llevaran puntuales a la entrada de la escuela pública “Palas Atenea”, centro de partida del tan esperado viaje de graduación.

            Con la cabeza pegada al cristal del camión, me sentía exultante y cansado a partes iguales, pero cuando intenté dormir un rato la balanza no se inclinó hacia el reino de Hipnos. A lo lejos empezaron a sonar los compases de una alegre cumbia, sintonizada por el chofer bigotudo desde la comodidad de su cabina. En ese momento, un grupito de niñas, que de pronto parecían haber recordado la existencia de vejigas en las profundidades de sus cuerpos, se dirigió rumbo al baño entre risitas nerviosas. Como supuse, Fedra no iba con ellas. De modo que decidí buscarla con la vista a lo largo y ancho del camión. Calculadamente me elevé un poco sobre mi asiento, como francotirador experimentado, para abarcar con mejor perspectiva el panorama. Fue sencillo encontrarla. Casi hasta el frente, con el cabello rojo recogido en una trenza y los audífonos puestos.

Para mí no era raro verla conectada a su reproductor de discos compactos, pero el misterio sobre lo que estaría escuchando en aquel momento se renovó como si fuera la primera vez. ¿Estaría escuchando algo de su adorada Nancy Sinatra, quizá? ¿Alguna banda perdida de punk griego? ¿Una colección de huapangos huastecos? ¿La última novedad de eurodance? Lo que sea, seguro que es algo chido, pensé. Y seguro que a un volumen bastante alto, para acallar la proximidad del piloto y sus charangas.

Sentí el impulso casi irrefrenable de levantarme y decirle hola, preguntarle como si nada qué escuchaba, cómo estaba, qué contaba de nuevo, pero al momento deseché la idea. No valía la pena. Era muy pronto para sufrir un nuevo rechazo por su parte. Y si eso no pasaba, lo más probable era que alguien, tal vez Iván, o Miguel, o Adonai, o quien fuera, acabara por reírse y no dejar de chingarme en todo lo que restaba del paseo que apenas comenzaba. Por si fuera poco, junto a ella iba Ariadna, su mejor amiga y guarura personal, pintándose las uñas de los pies con aire plácido.

El Sol invadió el camión por completo. Niños y niñas por igual se despojaron de sus suéteres; de lejos pude ver los hombros desnudos de Fedra, con esa constelación de pecas que tanto me gustaba. Encima del hombro izquierdo, su trenza roja se enroscaba como una serpiente tostándose al sol, bailando hipnóticamente al compás de esa música secreta que sólo ella conocía. La melena negra y lacia de Ariadna, a su lado, se mantenía rígida mientras esparcía el esmalte sobre la cutícula de su dedo meñique.

El único de los niños que a pesar del calor no se quitó la sudadera fue Alfredo. Copiosas gotas de sudor resbalaban por su frente y sus mejillas sonrosadas, pero él permanecía incólume. Al darse cuenta, Iván se burló de él con todas las combinaciones insultantes que se le ocurrieron, desde “gordito porno” hasta “albóndiga con patas”, mientras Julio se carcajeaba como si en verdad fueran muy graciosas. Alfredo se sumergió aún más, si cabe, en su Game Boy, y después de un rato se cansaron de molestarlo.

Vencido finalmente por el tedio, me abandoné a múltiples ensoñaciones con los ojos abiertos. Me vi a mí mismo, por ejemplo, metiendo un gol de chilena en la final de campeonato con la playera del América y el número 10 en el dorsal. Me vi irrumpiendo en Los Pinos y atacando al presidente con una bazooka. Casándome con Fedra por segunda vez, frente a un cura que por alguna razón usara una peluca rastafari y hablara en latín arcaico con voz de payaso. Imaginé también, contemplando de nuevo el paisaje monótono de la ventanilla, el momento exacto en la que los campesinos que solían cultivar esos terrenos decidieron dejar de luchar contra una fuerza más poderosa que ellos y emprendieron un penoso y accidentado éxodo. El mero hecho de imaginarlo me provocó un escalofrío. Un miedo líquido, similar al que sentía de vez en cuando, de noche y en completo silencio sobre mi cama, recorrió mi espina dorsal y taponeó mis oídos.

Las cumbias del auriga, las vulgaridades de Iván, las risas de Julio, el cuchicheo de las niñas, la musiquita electrónica de Alfredo, el ruido del motor… Todo eso sonaba de pronto como amortiguado y en sordina. Como en lo-fi. Como si de golpe me hubiera quedado sordo. O como si hubiera sido teletransportado bajo el grueso edredón de mi cama.

“No oigo”, le dije a Alfredo, pero no pareció darse cuenta. Yo tampoco reconocí mi voz. Aclaré mi garganta y volví a intentarlo: “No oigo”, le dije. “¿Qué cosa?”, volteó a verme al fin con desconfianza, presionando el botón de pausa. “N-no oigo bien… Creo que se me taparon los oídos o algo así”. “Ajá –respondió  él visiblemente  decepcionado, con  el ceño fruncido–. Pues sí güey, es muy normal, por el cambio de presión atmosférica y esas cosas. Se quita bostezando. O masticando chicle. ¿Tienes chicles?”. “No”. “Yo tampoco. Te daría refresco, pero ya casi no me queda. Bosteza entonces, si quieres. También se quita solo después de un rato”. Y con uno de esos suspiros que caracterizan a los niños obesos dio por terminada la conversación, oprimió el gastado botón de Play y siguió con su caza salvaje de pokemones.

Era casi mediodía. A cada costado del camión se podían ver puestos de trajes de baño, pelotas de plástico, goggles, chanclas, flotadores, salvavidas y demás artículos playeros: estábamos cerca de nuestro destino. Varias veces intenté llevar a cabo el consejo de Alfredo, pero en mi experiencia ya sabía que incluso un bostezo puede ser motivo de una desesperación indecible si no surge de forma espontánea. Cuando llegamos a la terminal de autobuses, yo todavía seguía apretando la mandíbula y boqueando con todas mis fuerzas de cara al cristal, como un pez beta en una pecera repentinamente vacía.    





II.
En su Teogonía, Hesíodo llama a Cronos “el que tiene la mente perturbada”. Castrador de su padre y devorador de sus hijos, el titán es un demente que rige el paso del tiempo a su antojo. Dentro de su cerebro enfermo, generaciones completas de mortales nacen y perecen, entre brumas de olvido y breves destellos de conocimiento…

Después de un rato de sordera, mis oídos se destaparon por sí solos. Mientras daba un pequeño masaje a mi quijada entumecida, pude distinguir la marea de ruidos de diversa procedencia. Los gorjeos de aves. Los ladridos de perros. Los gritos de mujeres, hombres y niños. Y todos esos cláxones dispersos, emitidos por automovilistas impacientes, como si creyeran que al sonar sus bocinas pudieran acelerar el tránsito concentrado ante las gigantescas puertas y el letrero blanco con una tipografía que pretendía ser prehispánica.

Fedra bajó del autobús, dejó su maleta en el piso y desperezó su grácil cuerpo bajo el Sol de verano. De nuevo tuve el impulso de acercarme y saludar, pero no me atreví. Comenzaba a pensar que era un error estar ahí, cuando claramente su presencia aún me afectaba de tal manera. Ver sus hombros pecosos, su trenza roja, sus lentes de corazón y esas botas negras con las que, como dice la canción, terminó por caminar encima de mí, despertaba una avalancha de emociones que no sabía manejar. Las huellas provocadas por sus suelas aún estaban en carne viva.

A su lado se estiraba Ariadna, la de ojos de lechuza. Ojos bellos y fríos que se encontraron de pronto con los míos y me hicieron bajar la mirada. Lo comprobé: su presencia también me turbaba todavía, aunque lo que provocaba su imagen en mi interior era un sentimiento más inclasificable, mezcla de culpa y nostalgia por una época cuando las cosas eran menos complicadas.

Luego de ayudarnos a bajar las maletas del camión, el chofer se despidió de nosotros. Con su camisa mal fajada, sus jeans desgastados y una calavera por hebilla en el cinturón, más que conductor de camiones tenía pinta de vaquero lunático al que se le hubiese perdido el caballo; sólo le faltaban las espuelas de plata y la pistola enfundada.

Grandes ojeras enmarcaban sus ojos enrojecidos, mientras un mostacho negro ocultaba a medias una sonrisa de dientes chuecos y afilados, como lápidas de un cementerio indio. De sus patillas, salpicadas con una que otra cana, resbalaban gotas de sudor. Acordamos que nos esperaría en el mismo lugar dentro de un par de días, el domingo a mediodía para ser exactos. Nos recomendó que no perdiéramos nuestro boleto-seguro-de-vida y que la pasáramos bien. Justo antes de separarnos nos dijo en voz más baja, con un guiño tímido: “Y si necesitan alguna cosa para divertirse, por aquí voy a andar cerca… sólo échenme un chiflido”. Acto seguido, volvió a mostrarnos sus amarillentos dientes de equino y se caló un sombrero imaginario.      

Por primera vez, los quince pasajeros del autobús amarillo nos vimos sin la sombra de figuras de autoridad. Libres de ataduras, o casi. También por primera vez nos dimos cuenta de lo heterogéneo del grupo. Había quienes en la escuela apenas si se dirigían la palabra, quienes vivían en universos completamente distantes, pero por una vez a todos nos unía la intimidad de un viaje tan trascendental para nuestras vidas.

Por supuesto, no todos reaccionaron igual ante la noción de libertad. Iván y Julio se quitaron la playera y empezaron a saltar de un lado a otro, entre alaridos. Dánae y Deyanira hacían apuestas sobre a quién preferiría Miguel durante aquel viaje. Alfredo, empapado de transpiración, siguió pulsando botones sin preocuparse demasiado por el cambio de escenario. Uralia, Montse y Sofía, entre risitas, volvieron a buscar el baño más cercano para hacer pipí. En representación general, Tito y Talía se ofrecieron para ir a las oficinas de hospedaje a recoger la llave de nuestra casa alquilada.  

Ya no recuerdo a cuál de las viejas argüenderas de la mesa directiva se le ocurrió la idea de organizar una excursión para nosotros solos, a fin de celebrar el término de nuestra educación elemental, en vez de las tradicionales y siempre aturdidoras fiestas en salones rentados o ceremonias religiosas de agradecimiento. Al principio se barajó la posibilidad de ir a Cancún o Acapulco, pero luego de sopesar el alcance financiero de todos los niños, se decidió que el destino sería el más accesible pero no por eso menos paradisíaco Centro Vacacional Oaxtepec, en el estado de Morelos.

El lugar, a fin de cuentas, era lo de menos: para la mayoría, aquella era la primera vez que estábamos tan lejos de casa y sin algún tipo de autoridad alrededor, dueños absolutos de nuestras decisiones y del mucho o poco dinero que trajéramos en el bolsillo. Yo mismo había batallado bastante para obtener el permiso de mis desconfiados padres, pero tras varias semanas de buen comportamiento y un montón de promesas decidieron que era justo apoyar la propuesta y hasta ayudaron a apartar la casa y conseguir un económico servicio de transporte escolar para que los compañeros del 6°B de la primaria “Palas Atenea” partiéramos temprano la mañana de ese caluroso viernes de julio del año 2001.

Más de la mitad del grupo no había corrido con tanta suerte al convencer a sus progenitores, muchos buenos compañeros tendrían que haber estado ahí, pero ya no había tiempo para pensar en ellos. Si queríamos pasarla bien, los quince presentes tendríamos que convivir y organizarnos.

Por fortuna, entre la cantidad masiva de turistas, nadie se percató que en nuestro hospedaje ninguno sobrepasaba los doce años de edad. La casa que nos asignaron estaba frente a una de las albercas comunitarias, alejada de todas las demás por más de diez metros, en lo alto de una colina que tenía vista hacia las afueras del centro vacacional, y principalmente de frente al Ex Convento de Santo Domingo, construido por los monjes dominicos en el siglo XVI con las piedras de una antigua pirámide.  

Apenas abiertas las puertas, niños y niñas corrimos en estampida a apartar colchones en alguna de las cuatro habitaciones. Deliberadamente dividimos los cuartos por sexo, aunque nada nos obligaba a hacerlo. Pocas horas después, esparcidos como cayéramos y olvidados todos los formalismos, nos daríamos cuenta que elegir una cama como propia fue un acto innecesario.

La construcción era amplia, pero al instante toda la estancia se llenó de gritos y risas. Julio prendió la televisión con el volumen al máximo, cambiando el canal cada cinco segundos. Tito y Adonai se aventaban un balón de futbol americano desde los extremos de la habitación. Alfredo buscó un contacto para poner a cargar su videojuego portátil y se sentó a vigilarlo en una esquina. Miguel comenzó a practicar saltos mortales de una litera a otra. Iván se sacó los tenis y los calcetines a patadas, y espació una peste peor que la de Filoctetes en la isla de Lemnos.

En los cuartos de niñas, Montse, Sofía y Uralia hacían fila para entrar al baño una vez más y de paso ponerse algo acorde con el clima cálido que ya se encontraba en su punto máximo de la tarde. Fedra y Ariadna se untaban cremas bronceadoras y protectores solares, esparciendo un vapor enervante con olor a coco. Talía llamaba desde el teléfono móvil a su casa, para avisar que "había llegado bien”, y tratando de aislar el escándalo con una mano en el auricular. Deyanira y Dánae compartían sándwiches de crema de cacahuate que cargaban en sus mochilas.

Con el corazón latiendo a mil revoluciones por minuto y con ganas de hacer tantas cosas a la vez, me recosté un momento sobre un fresco colchón individual, viendo el girar del ventilador en el techo. Sin darme cuenta, como quien apaga por descuido un interruptor interno, me quedé dormido en medio del bullicio, arrullado por el ronroneo de las aspas.  





III.
Algo deben echarle al agua de las albercas públicas. No me refiero sólo al cloro y los infaltables residuos urinarios, sino a otro tipo de sustancia más psicoactiva, quizá alcohol, quizá una dosis leve de ácido lisérgico. Apenas una de las extremidades hace contacto con ese caldo primigenio, el efecto ansiolítico comienza a hacer milagros entre los nadadores, sobre todo combinado con el fuerte sol estival.  

De inmediato los presentes parecen contagiados por una especie de furor y seguridad en sí mismos que los obliga a hablar a gritos y despojarse de sus pudores y sus prendas… “¡Al agua, pathos!”.

Por lo general este fenómeno genera imágenes no siempre agradables a la vista, como el caso común de ancianas con bikinis más provocativos que los que usaron en su propia juventud, blancas pieles a las que la celulitis y la falta de bronceador tornasolan en tonos similares a los de una rebanada de queso de puerco, o las hordas de niños de Biafra en deshilachados calzones de superhéroes.

Pero el espectador atento sabe que por cada docena de martirios visuales existe siempre un premio que compensará cualquier castigo. En mi caso, ¿quién más podría haber sido esa recompensa si no Fedra? Recostada sobre una toalla al borde de la piscina, con el cabello rojizo y el traje de baño verde contrastando con el cielo azul de fondo: una oda viviente a los colores primarios.

Sin ningún problema podría haber pasado horas contemplado la belleza de esa huesuda aunque calipigia figura, como si no existiera nada más en el mundo que valiera la pena ver. A su lado todo parecía opaco, fuera de foco, como si los demás fuéramos actores secundarios de una obra (una tragedia o una comedia, depende el ángulo) donde lo único que tenía que hacer ella era representarse a sí misma. Y yo podría haber pagado una y otra vez por ver ese mismo drama, y llorar o reír o aplaudir a rabiar como durante la primera función.

¿Pero por qué conformarme con mirar simplemente? ¿Por qué verla de lejos cuando hace no mucho tiempo esa misma chica por la que ahora babeaba había sido mi esposa, depositaria de mis besos y abrazos inquietos, y a quien desvirgué una fría mañana de invierno en que ella propuso que nos fuéramos de pinta?

¿Por qué darme por satisfecho con la mera contemplación medrosa si al fin podría armarme de valor, acercarme y hacerle la plática por primera vez en lo que llevábamos del viaje, tratar de limar asperezas y pedir tregua después de largas semanas de milicia, y quién sabe, tal vez incluso intentar reconquistarla antes de que fuera demasiado tarde?

¿Qué me detenía a hablarle de nuevo? ¿Era quizá porque aquella niña de breve talle, a quien ahora veía como una Diosa a la orilla del agua, me asustaba de alguna forma? Y lo más importante…. ¡¿cuándo tiempo llevaba viéndola en realidad?! ¿Estaba siendo demasiado obvio? ¿Me observaba ella también detrás de los lentes oscuros en forma de corazón? Ahora que me daba cuenta, ¿debería sonreír o apenarme o agitar la mano o tan sólo desviar la vista de manera disimulada?

Un balonazo en el rostro me hizo despertar de mis meditaciones. “¡Cámara cabrón, póngase a las  vergas!”, se rió Iván a mi lado sorbiéndose los mocos. Había olvidado que me encontraba en medio de un reñido partido de volibol acuático. Estábamos ahí todos los hombres, o al menos la mayoría: el único apartado del grupo (cuándo no) era Alfredo, quien aún con la sudadera puesta y manchas de sudor en los sobacos nos observaba a la sombra de una palmera artificial, tomando a intervalos sorbos de su tercer refresco de cola del día.

Él había sido el único que no quiso meterse a nadar, bajo la ridícula excusa de que se olvidó de llevar traje de baño (¡a un balneario!), aunque la verdad sabida por todos era que su sobrepeso lo acomplejaba en un grado extremo. Desde luego, durante unos minutos tratamos de tirarlo a la alberca con la ropa puesta, pero se defendió bien, además de que era más fuerte y grande que el resto, así que lo dejamos por la paz. Un poco de bullying frustrado no iba a arruinar nuestra alegría.

Era extraordinario: la sensación de poder no tardó en apoderarse de nosotros, y durante un tiempo que pareció infinito el agua se convirtió en nuestro hábitat natural. Miguel, que durante las últimas semanas de clases alardeó que nadie nadaba como él, por poco se ahogaba cuando Julio lo empujó por detrás al agua, pero fuera de eso todo fue diversión loca. Incluso Adonai, quien por lo general era temeroso y tenía que pararse de puntitas para que el nivel del agua no le llegara a la nariz, practicaba voleas como si en eso se le fuera la vida.  

Las niñas intentaban llevar a cabo coreografías de nado sincronizado, e incluso Fedra, que por lo regular no se prestaba a esas niñerías y en los recreos prefería leer alguno de sus libros de Filosofía o platicar con Ariadna, y que por lo tanto no siempre resultaba simpática para las demás, jugó con ellas a los Guardianes de la Bahía, eligiendo ser, por supuesto, C. J. Parker.

Dentro de pocas semanas, todos entraríamos a secundarias distintas y nuestras vidas se separarían de forma definitiva. ¿Cómo podríamos haberlo sabido? El sol cedería paso a la oscuridad. El agua se estancaría y los dedos se arrugarían como los de un anciano. El furor se convertiría en resaca y los gritos se apagarían. Otra agua más fría, parecido a un chorro de líquido amniótico regado a presión, empaparía las cortezas cerebrales e inundaría con una capa de olvido la belleza inmortal de aquel puñado de impúberes.

Pero en realidad, nada de eso importaba en aquel momento. Lo único trascendental entonces era no quitar los ojos del balón, más cuando éste iba directo hacia tu jeta.
  

  


IV.
Antes de la dispersión, Julio fue mi mejor amigo de primaria. Desde el primer curso me sentí identificado con él, pues compartíamos intereses similares. A los dos nos gustaba dibujar, jugar futbol más que otra cosa (aunque fuera con botellas de PET vacías o corcholatas) y ver las mismas caricaturas en la tele. El hecho de que desde pequeño hubiera recibido formación como boy-scout lo hacía un poco más maduro y responsable que yo, pero no le rehuía al relajo cada vez que había oportunidad.

Ya desde entonces se notaba en él cierto afeminamiento, pero a la hora de los madrazos no se acobardaba. Incluso Iván le demostraba respeto, porque era el único que podía competirle a encontrar defectos a los demás e inventar apodos ingeniosos. Por lo demás, él no tenía ningún problema con mostrar su comportamiento amanerado ni sus preferencias sexuales. Se llevaba bien con las niñas, y podía pasar recreos enteros hablando con alguna de ellas, algo impensable para cualquiera de nosotros. Fue él a quien le confesé primero lo mucho que me gustaba Fedra, y quien terminó siendo el contacto entre ella y yo para que nos conociéramos mejor. Fue él incluso quien se ofreció a ser el padrino de nuestra boda, aunque yo acabara por arruinarlo todo poco tiempo después.  

Iván era igual a una patada en el hígado. Castroso y alburero, su simple voz era molesta al oído, semejante al chillido de un animal permanentemente excitado. Sin embargo, cuando uno estaba en el humor adecuado, podía hacernos reír hasta las lágrimas, y con el tiempo hasta llegué a tomarle afecto. Era flaco, moreno y feo, con el cabello lacio demasiado largo y sucio. Eructaba, se pedorreaba y se rascaba las pelusas del ombligo en plena clase, para desesperación de las maestras, que no sabían qué nueva sanción inventar para domesticarlo.

Creció como el más chico de seis hermanos varones, y todo lo malo de ellos parecía haberlo absorbido en menos tiempo. A los seis años ya fumaba y bebía cervezas. A los siete, llevó a la escuela unos grotescos animes hentai con escenas de coprofagia y bestialismo, los cuales circularon ante montones de ojos estupefactos. La escuela, como es evidente, le importaba un pito, y pasaba gran parte del día en la dirección, castigado. Una vez yo mismo terminé acompañándolo a la sala de detención, luego de ser el autor de unas caricaturas obscenas cuyos protagonistas eran algunos de los profesores, y las cuales él se encargó de fotocopiar y esparcir como la varicela por cada salón.

El más inocente del grupo era Adonai. Era como un niñito: a sus doce años no sobrepasaba los 1.20 metros de estatura. Con la cara sucia y el cabello rubio despeinado en remolinos, parecía un pequeño piojo. Venía de una familia humilde, con una madre que lavaba ropa ajena y un papá que se dedicaba sin éxito a la cerrajería. Según recuerdo, desde que entró a la escuela Adonai nunca estrenó otro uniforme; al finalizar el sexto año, sus pantalones y suéteres tenían parches a la altura de cada una de las articulaciones óseas, por no hablar de los múltiples agujeros en unos tenis que sólo fueron blancos cuando entró a primer grado. Por otra parte, le seguían quedando a la medida.

No sólo en su ropa, también con su actitud Adonai parecía un alumno de parvulario extraviado en la “Palas Atena”. Lo único que parecía entusiasmarle era jugar a los Tazos, para lo que era en verdad habilidoso. De rodillas sobre el suelo mugriento del patio, azotaba fichas redondas y derriba columnas como un experto. Se volvió legendaria la ocasión en la que un niño más grande le quiso robar su numerosa colección, y al instante Adonai, hecho una minúscula fiera, lo atacó de un salto con una mordida certera en los genitales. Al niño tuvieron que internarlo en un hospital y aplicarle inyecciones contra varias infecciones, pero nadie volvió a meterse con Adonai ni con sus amados Tazos.     

A Miguel, lo que le gustaba era pelear. Él fue quien me obsequió, de hecho, con mi primer ojo morado, luego de cruzarnos ocasionalmente en el baño durante un recreo. No era el más fuerte ni el mejor a la hora de mantener su guardia, pero no necesitaba provocación ni motivo de enojo para empezar una pelea: darse en la madre era parte inseparable de ser su amigo; solía darte la ventaja de dos o tres golpes a la cara, con tal de que accedieras a luchar con él.

A su escasa edad tenía varios dientes rotos, cicatrices en el rostro y costras en los brazos, producto de un largo historial de fracturas y combates perdidos; aun así, a varias niñas, como a Deyanira y Dánae, que eran sus novias simultáneas, les parecía atractivo y no tenían inconveniente en compartirlo con tal de estar a su lado. Criado en un barrio bravo de Iztapalapa, Miguel formaba parte desde niño de una pandilla de cholos, “Los Espartanos”, y cada día nos traía un nuevo juego de violencia que primero habían experimentado con él, a manera de rito iniciático. Sus pasatiempos preferidos eran causarse quemaduras con gomas de borrar, soltar puñetazos a la pared con el objetivo de “afilar sus nudillos” y tatuarse las siglas de su pandilla con ayuda de tinta china y la punta de un compás geométrico.       

Con Tito casi no tenía ninguna relación; desde el principio me pareció un sujeto aburrido y sin mucho chiste. Que yo supiera, a ninguno de los presentes le caía bien y, en resumen, no sé siquiera por qué se atrevió a ir al viaje. Su tío era un reconocido director técnico de futbol de apellido balcánico, que en sus tiempos jugó como delantero en la Primera División con los Halcones Verdes de Oaxtepec y que sólo anotó un gol en toda su carrera profesional. Por dinero, claramente, su familia no se preocupaba: Tito vestía con ropa de marca y llevaba los mejores útiles escolares de la clase; por lo demás, no sobresalía en ninguna materia y ni siquiera llamaba la atención de las niñas más feas.

Su única característica a destacar era que se prestaba para hacerle bromas pesadas. Recuerdo por ejemplo que una semana entera nos pusimos de acuerdo para fingir que no existía, como si fuera invisible. Lo evitábamos a propósito y mirábamos para otro lado cuando nos hablaba. Entre nosotros comentábamos que era una pena que Tito hubiera muerto en aquella horrible explosión de gas unos días atrás, mientras él a nuestro lado sólo se reía lastimosamente, acaso preguntándose si en verdad sería ya un fantasma sin haberse enterado.  

A diferencia de Tito, Alfredo era el apartado del grupo por convicción, pero no siempre fue así. Si nos hubieran preguntado unos meses antes, todos le habríamos augurado un futuro prometedor. Si bien nunca fue muy sociable ni el más popular, al menos era uno de esos gorditos simpáticos que cargaban junto a su barriga una cantimplora llena de refresco como parte inseparable de su atuendo. A diferencia de a mí, a él nunca le importaron las calificaciones ni los diplomas, pero todos sabíamos que era el más inteligente de la generación.

Para él las matemáticas eran pan comido, y su sueño era trabajar como científico o astronauta de la NASA. Sin duda, era un sueño asequible, pues tenía un conocimiento muy amplio sobre física cuántica, computación y cuerpos celestes. A sus doce años sabía todo lo que había que saber sobre el movimiento de los astros y la distancia entre estrellas, igual que Aristarco y Heráclides, en la infancia de la Humanidad, ya conocían lo que casi dos milenios más tarde Copérnico y Kepler venderían  como nuevo. Siempre que teníamos alguna duda científica, acudíamos a Alfredo y a su sapiencia, pues a él le encantaba explicarnos los fenómenos más fascinantes del cosmos, así fuera con peras y manzanas. 

Pero todo cambió de un día para otro, al entrar en la pubertad. De pronto, a Alfredo comenzó a avergonzarle su sobrepeso, sus cambios de voz y el incipiente vello facial que le crecía sobre el labio. Las niñas lo intimidaban, y los apodos que antes tomaba a juego comenzaron a afectarlo en serio; al percatarse del cambio de personalidad, comenzó a recibir más burlas y mucho más hirientes por parte de Iván, Julio y, lo confieso, hasta de mí. Por esas mismas fechas, Alfredo ganó un telescopio profesional en un concurso astronómico, y aunque al principio se veía feliz, también eso acabó por afectarlo. Al parecer algo que vio o creyó ver por la lente lo asustó; el caso es que faltó un mes a la escuela y nunca volvió a ser el mismo.

Cuando regresó, estaba aún más retraído, se la pasaba jugando con su videojuego portátil, sin participar en actividades recreativas y sin hablar casi. Al contrario del resto, fue su madre quien tuvo que rogarle a él para que nos acompañara al viaje a Oaxtepec, a lo que accedió a regañadientes. Una vez le pregunté por qué tenía tantos videojuegos sobre monstruos y alienígenas, pero ninguno sobre deportes o carreras de coches. “Yo no los veo como simples juegos, sino como un entrenamiento –me dijo viéndome fijamente, sin sonreír–. Es probable que algún día me sirvan en la vida real”.    




   
V.
Entre los montones de buena música que Fedra me hizo descubrir durante el invierno de nuestra relación, los discos de Lee Hazlewood fueron lo único que me enganchó igual que una sustancia adictiva. No era sólo el hecho de que Nancy Sinatra fuera para Fedra la mejor cantante de todos los tiempos, o que en mi mente yo quisiera ser su complemento ideal o contraparte masculina; en realidad, lo que más me cautivó desde el primer momento fue esa voz de crooner tan versátil, a veces amortiguada por alegres melodías o muros de ruido psicodélico, a veces con arreglos de cuerdas tan melancólicos que desgarraban el alma, pero siempre poderosa.

Hasta entonces, nunca había sido en realidad fan de ningún grupo o cantante. Es cierto que me encantaban los Beatles y algo de rock nacional, pero para ser honesto mi educación musical era bastante pobre. Me conformaba siempre con lo que salía en las estaciones populares de radio, y no tenía mayor prejuicio por el género, daba igual si eran rancheras, baladas o el cassette con sonidos de lobos salvajes que en ocasiones escuchaba antes de dormir. Recuerdo incluso el primer concierto al que me llevaron mis padres, Juan Gabriel en la Plaza de Toros México, y lo emocionado que me sentía. Pero si hubiera ido a ver cualquier otra cosa, estoy seguro que habría tenido la misma sensación. Lo único cierto es que siempre me gustó llenar mi cabeza con sonido, desde que tengo memoria.

Con Lee, todo fue distinto. Cuando Fedra me prestó el Requiem for an almost lady y el Love and other crimes, de pronto la demás música me pareció insípida y poco inspirada. Conseguí las letras y como pude las traduje, con ayuda de un polvoriento diccionario bilingüe de mi padre; cada canción era una historia perfectamente contada, con la consistencia de ciertos himnos homéricos, pero narradas desde un lenguaje casi coloquial y sin temor a desnudar sus sentimientos. La solidez de cada pieza se prestaba para escucharlas una y otra vez, sin hartazgo.

Con mis ahorros compré en una tienda de antigüedades sus otros discos como solista, además de los que hizo a dueto con Nancy Sinatra. Ahí mismo conseguí un poster de su época de exilio voluntario en Suecia, el cual pegué sobre la cabecera de mi cama, justo al lado del banderín del América y el crucifijo de madera.  

Mis padres vieron con extrañeza estos cambios súbitos, entre todos los demás eventos que ocurrieron aquel último año de mi educación primaria, cuando Fedra entró a mi vida con la violencia de un relámpago.

En opinión de mi mamá, Fedra era una muchacha demasiado “revolucionada”, y no le parecía del todo adecuada para una niña de su edad la manera en que vestía, ni los libros que leía o los discos que escuchaba. Por su parte, mi papá me felicitó por mi buen gusto y se rió por el hecho de que  las prefiriera “altotas”; pero tampoco le pareció gracioso cuando mis calificaciones comenzaron a desplomarse.

Ambos depositaron desde siempre altas esperanzas en mí. Me inculcaron las ganas de ser siempre el mejor, y me premiaban por cada reconocimiento que recibiera en la escuela. Como a mí nunca me causó mucho esfuerzo complacerlos, comencé a acostumbrarlos a que cada año recibiera el diploma de primer lugar de grupo, además de uno que otro galardón en concursos de dibujo. No me esforzaba ni estudiaba más de lo necesario, y a cambio recibía alabanzas en casa y pequeñas recompensas que me llenaban de satisfacción.  

Al comenzar el sexto grado, luego de cinco años seguidos de ganar el primer lugar de grupo y sin alguien que amenazara con poder desbancarme, mi padre comenzó a abrigar grandes planes para mí. Quería que cerrara el ciclo invicto, y señaló que en caso de lograr tal proeza la escuela “Palas Atenea” tendría que homenajearme de algún modo, ya fuera bautizando al premio de aprovechamiento escolar con mi nombre, ya construyéndome una estatua de tamaño real a la entrada del colegio. Él mismo se encargaría del proyecto en caso de ser necesario.

En mis sueños de gloria, llegué yo mismo a ambicionar dicho premio. Pero nadie, ni siquiera yendo al oráculo de Delfos, podría haber predicho que ese año llegaría a la escuela una nueva alumna, una chica pelirroja y delgada que ocupó por tiempo completo mi cerebro e hizo que olvidara hasta las tablas de multiplicar más sencillas.

Una mañana de lunes de aquel invierno dorado, mientras realizaban en el patio la ceremonia de premiación por un concurso de dibujo sobre el cuidado ecológico, con la presencia del Jefe Delegacional en turno, yo me encontraba en el interior de uno de los salones besándome con Fedra, y tras vocear mi nombre infructuosamente, la maestra Magda tuvo que enviar a Iván a recoger en mi representación el libro de dinosaurios que había ganado. Mientras desfilaba por el patio, Iván fue haciendo toda clase de payasadas, desde lanzar besos como una Miss Universo conmovida hasta fintarle el saludo al Jefe Delegacional y dejarlo con la mano extendida.

A mí, ciertamente, los aplausos habían dejado de importarme.

Mi promedio cayó estrepitosamente, sobre todo la segunda mitad del sexto año, cuando Fedra dejó de salir conmigo y de responder a mis llamadas. Pero no tanto como para quedar al final fuera del cuadro de honor. Eso se lo achaco a una decisión arbitraria de la rechoncha maestra Magda, quien guardaba rencor tanto a mí como a mi papá por habernos negarnos a que yo formara parte de la escolta escolar, luego de que no quisieron darme el puesto de abanderado argumentado que era el más bajito de los seleccionados. “¿Se trataba de un honor ganado a base de buenas calificaciones o de un simple concurso de cualidades físicas?”, le preguntó mi padre a la maestra y el director. En ese caso, que nos hicieran una prueba de conocimientos, y no habría duda quién merecía portar el lábaro patrio.

Entre la escolta asimétrica, la humillación al Jefe de Gobierno, el resentimiento de la maestra Magda y mi completo desinterés por las tareas escolares, la estatua que mi padre quería construir se derribó antes siquiera de ser esculpida. Pigmalión con las manos vacías, su decepción resultó evidente y fue un duro golpe para mi propio orgullo.

Por esas mismas fechas se incrementaron mis desórdenes de sueño, los largos insomnios presa del terror, las noches interminables viendo las estrellas muertas del techo y las consecuentes siestas involuntarias o repentinas ensoñaciones diurnas. Pero a pesar del fracaso, tanto mi padre como mi madre terminaron por aceptar que atravesaba por una fase que tarde o temprano tendría que llegar. Mi hermana mayor, que ya iba en secundaria y había pasado por sus propios noviazgos infantiles, se compadecía de mí; mi hermano, cuatro años menor que yo, se reía sin comprender el porqué de mi aspecto ojeroso y derrotado. 

A fin de cuentas, como era de esperarse, los resultados de mi examen de colocación a secundaria terminaron siendo muy buenos, quedándome en mi primera opción y en el turno de preferencia. Como pude, acabé decentemente el resto del año escolar, para poder ganarme el derecho a ir al viaje de graduación, aunque cuando me ponía a pensar cómo soportaría pasar tres días enteros en compañía de Fedra, y sobrevivir de paso a la mirada asesina de Ariadna, no sabía fabricarme una excusa convincente.  

           Mi única compañía, mientras atravesaba el Hades en que se convirtió la segunda mitad de mi último año de primaria, fueron las canciones de Lee Hazlewood. Si quería darme ánimos a pesar de la melancolía, escuchaba “For one moment”, “I’ll live yesterdays” o “Your sweet love”. Si por el contrario lo que quería era hundirme más en mi desesperación, la dosis consistía en “The Fool”, “A taste of you”, “Pour man”, “Since you’re gone”, “By the way” y por encima de cualquiera, “Some velvet morning”. Repetidas en bucle una detrás de otra, las tarareaba de cara al poster de Lee paseando por las calles nevadas de Estocolmo, y saboreaba cada palabra y cada recuerdo como un caramelo que (de antemano lo sabía) en su interior tendría veneno para ratas.

           "Y tal vez –cantaba entonces, con mi diccionario bilingüe a la mano, entre recuerdo y recuerdo–, algún día les cuente sobre Fedra, sobre cómo ella me dio la vida y cómo hizo que terminara…".





VI.
Una explosión de clorofila y oxígeno limpia los pulmones. Sobre el cabello aún mojado de los bañistas, el viento traza suaves caricias encontradas. En cada uno de los labios se dibuja una sonrisa, como si las briznas de pasto bajo las plantas de los pies provocaran cosquillas, o como si el  zumbido de las abejas fueran chismes contados al oído.

         El mejor panorama, aunque también el más impreciso, se observa desde lo alto de la torre de teleférico, desde donde el ojo experimenta la ilusión de dominio sobre las 120 hectáreas de verdor. Pero si uno quiere descubrir la verdadera magia del lugar, la única forma es ir a pie, adentrarse en la domesticada jungla del camino presuntamente azteca, y seguir la ruta del río Yautepec, al lado de cuyo cauce se elevan los gigantes vegetales, orquídeas casi jurásicas y plantas carnívoras; una extensa ladera florida de narcisos y libélulas que revolotean de aquí para allá, en eterna indecisión. Lagartijas, serpientes y una que otra ave carroñera tienen aquí también su domicilio.

          La cúpula geodésica recibe al visitante con un penetrante olor a ánades. Multicolores y agresivos tras años de convivir con humanos y conocer sus embustes, esos seres emplumados son el centro de atracción; pasan la mayor parte del día sumergidos en la laguna verdosa de musgo o sacudiendo las alas a orillas del invernadero. Apenas a unos pasos de distancia, otra alberca hedionda pero solicitada ésta por mamíferos humanos se abre como cráter sobre la tierra. Según se cuenta, los antiguos tlatoanis venían aquí a tratar sus achaques bajo los surtidores a propulsión de agua sulfurosa.
          
           Esta es la zona, meseta abajo, donde se extienden los amplios prados para acampar, la zona de cabañas con chapoteadero y el terreno irregular que años más tarde se convertiría en un parque acuático en ruinas, con albercas de olas y remolinos repletas de moho y hojas secas, inservibles fuentes de soda y toboganes colosales que conducen a ningún sitio.
            
             La parte alta del centro vacacional es también la más deforestada, aunque aún es posible encontrar viejos guajes, especie de acacia de la que se originó entre los ancestros el nombre del lugar. Al secarse las hojas de estos árboles, con la mudanza de las temporadas, de sus ramas caen vainas repletas de semillas, las cuales provocan al agitarse un leve sonido de maraca. Se reúnen en el suelo con los mangos maduros que en muchas ocasiones, al estrellarse con el duro pasto o ser pisados por descuido, quedan reducidos a un puré amarillo de olor dulzón.
            
          La única autoridad al interior del balneario son los gatos; ellos son los que mantienen a raya a las ratas y demás plagas. La cruza de razas ha propiciado el nacimiento de felinos de pelaje cada vez más variopinto, y pueden encontrase tras los arbustos en cualquiera de sus medidas. Por las noches, el cálido aire también se llena de pequeños murciélagos que otean el panorama en busca de su siguiente banquete de insectos.
            
         La zona donde se hallan la piscina de clavados, la alberca olímpica, la casa club y los vestidores con regaderas es el punto con mayor concentración de visitantes. No es raro ver familias enteras alrededor de anafres encendidos: de sus piras de carbón se elevan al mismo tiempo pilares de humo hacia el cielo, como pequeñas hecatombes de cecina y longaniza en honor a dioses hambrientos. No hay nada mejor, después de compartir tacos a la sombra de algún parasol, que reposar en una hamaca o regresar a nadar con el estómago lleno.      
            
        En el centro de la glorieta que comunica la explanada principal con el complejo de casas, se encuentra la fuente de un risueño Adolfo López Mateos, que con su traje de escamas azules y los brazos extendidos rebosantes de sirenas desnudas, pareciera ser un Poseidón benevolente. A sus espaldas, se levanta el histórico estadio de futbol, otrora casa de los Halcones Verdes de Oaxtepec. Ningún recorrido por el centro vacacional estaría completo sin pisar ese campo sagrado.

            El Sol comenzaba a tornarse rojizo cuando bajamos las rústicas gradas de cemento en dirección a la cancha, para jugar una pequeña reta de hombres contra mujeres. Aunque ellas eran mayoría, acabamos ganando gracias a mis precisas asistencias y los remates de Julio. Miguel se rifaba en la portería, lanzándose por cada remate a gol aun en detrimento de su propia integridad, pero fuera de ahí el resto de los niños eran realmente malos: Iván se la pasaba echando marometas; el balón parecía demasiado grande y pesado para Adonai; Alfredo, con las manos en los bolsillos, ni siquiera fingía seguir la bola o dar más de dos pasos seguidos; y hasta Tito, que nos presumió haber recibido clases de su tío en ese mismo césped, abanicaba los pases más sencillos con sus Nike R9 de último diseño.

            Las mujeres eran entusiastas, pero tampoco daban una. Como era de esperarse, Sofía se fue de bruces al menos media docena de veces, pero en cada ocasión se levantó como impulsada por catapulta y la sonrisa imborrable en el rostro. Dánae y Deyanira se estorbaban yendo al mismo tiempo por el esférico, y a cada rato chocaban entre sí. Montse y Uralia se la pasaban riendo de los ridículos propios y ajenos. A Talía, como guardameta, los tiros más débiles le doblaban los dedos. Fedra tenía cierta intuición como delantera, pero a la defensiva sólo sabía jugar sucio, con empujones y zancadillas. Cada que un rebote llegaba a sus pies, Ariadna salía del compromiso punteando la pelota hacia delante, sin perder nunca su feminidad.          

            Comenzaba a oscurecer cuando subimos la rampa de salida con rumbo al descanso de nuestra casa, sudorosos y agotados, entre cánticos de victoria de los niños y pretextos de las niñas. Yo particularmente sufría una leve taquicardia de emoción, luego de que en cierto momento del partido, después de repetidos empujones y patadas a la espinilla, Fedra me tapó los ojos desde atrás con sus manos y me murmuró al oído aladas palabras: “A ver si dejas ya tus perversiones masoquistas y comienzas a marcarme tú también... No pienso comerte”.

Por primera vez en seis meses, una de sus sonrisas de dientes perfectos iba dirigida a mí. Duró apenas unos segundos, pero a su lado me pareció que eclipsaba Oaxtepec entero y sus múltiples maravillas.





VII.
La mamá de Sofía insistía en tratar a su hija como una niña normal. Cada vez que un maestro o que otra jefa de familia le recomendaba una escuela con trato especial, ella se ofendía y dejaba de dirigirle la palabra, aun cuando la discapacidad de Sofía era evidente para cualquiera. La manera de hablar, la dificultad de aprendizaje y los problemas de coordinación motriz no eran suficiente prueba para su madre, quien se encargaba de inculcar en Sofía la terca idea de que podía hacer exactamente las mismas cosas que cualquier niña.

Con una pierna más corta que la otra, Sofía estaba imposibilitada para realizar actividades deportivas al parejo del resto de la clase, pero ella siempre insistía en participar. Varias veces sufrió caídas aparatosas al correr o saltar la cuerda, pero nunca lloraba; en esas ocasiones simplemente se levantaba, limpiaba con saliva sus cortadas y continuaba moviéndose a su manera, sonriente. Nosotros nos acostumbramos a su caminar renqueante, a sus constantes caídas, a descifrar su particular dicción, a sus eternas risitas nerviosas y a los inesperados ataques de hilaridad. No fue sorpresivo que su madre la dejara ir al viaje de graduación; desde su perspectiva, el no haberle dado permiso hubiera sido la derrota final ante los maestros y las señoras metiches de la escuela: aceptar que su hija tenía una condición distinta al resto.   

Montse era hija de los porteros de la escuela primaria “Palas Atenea”. Es decir, pasaba las 24 horas al día dentro del mismo edificio. La confianza por sentirse como en casa le hacía descuidar su aspecto al punto de estar siempre despeinada, con pijama por debajo del uniforme o, increíble pero cierto, llegar a clases con retardo. Para ella, nada cambiaba en realidad el hecho de que fuera día o noche, a excepción de que no tenía a sus amigas a la mano para reír con ellas por cualquier simpleza.

Cuando acababan las clases, Montse quedaba confinada a una soledad tediosa dentro de esas mismas paredes, y se aburría mortalmente mientras sus padres realizaban la limpieza de las aulas. Recorrer los salones vacíos le daba miedo, así que prefería pasar la tarde entera haciendo sus deberes escolares en una especie de encierro casi carcelario. Más de una vez pidió a los maestros que nos dejaran tareas extra, ganándose las rechiflas del salón, quienes sólo esperábamos la campana de salida para olvidarnos por un rato de todo lo relativo a deberes.  

Uralia era fea, rechoncha y más pobre aún que Adonai. Su uniforme era un mapa de jirones y bolitas de pelusa, y por lo regular olía a humedad. Para Iván y los burlones habituales, esas condiciones eran material más que suficiente para la elaboración de chistes. Una vez que en plena ceremonia de lunes una rata desorientada se paseó entre las mochilas y zapatos de los alumnos, Iván le dijo, por encima del griterío de niñas asustadas: “¡Órale Uralia, corre por tu desayuno que se te escapa!”.

Por lo demás, Uralia nunca se tomaba demasiado a pecho las burlas. Sólo se reía: al lado de Montse y Sofía, sus inseparables amigas, lo único que parecían hacer era reír. De cualquier tontería, de cualquier broma local, por el vuelo de una mosca, contagiadas por su propia risa. Sólo por medio de una catarata de risitas diarias, parecían olvidar que eran el grupo más marginado del salón. Se sentían seguras cuando estaban las tres juntas; en ese aspecto, fueron solidarias en ir en grupo al viaje de graduación y ayudar a Uralia a pagar el pasaje.    

A Talía sus padres la sobreprotegían en extremo, así que nos sorprendió que le dieran permiso de ir. La dejaban y la recogían puntuales en el umbral mismo de la puerta, y casi nunca le daban permiso de ir a fiestas. También estaban demasiado al pendiente de su desempeño escolar, y se entrevistaban con los maestros al menos una vez a la semana. Los profesores, como es lógico, comenzaron a hartarse de ellos, más por el hecho de que Talía no era una lumbrera y nuca lo sería, pero tampoco causaba problema alguno.

Era asustadiza, ingenua y tímida. Se sonrojaba a la menor provocación, y para escuchar su voz cuando participaba en clase había que aguzar el oído, como si fuera una hormiga la que hablara. Con sus faldas confeccionadas hasta la altura del huesito del tobillo, la diadema en el cabello y las manos siempre cruzadas sobre sus cuadernos forrados de plástico transparente, parecía una pequeña monja. Aceptaba el control de sus padres como una carga inevitable, y no parecía ansiar nada más en el mundo. Hasta que por una vez se aferró a algo en su vida, y sus padres acabaron concediéndole el permiso tras muchas súplicas, con la condición de que se reportara por teléfono celular al menos tres veces al día. 

Dánae y Deyanira lo compartían todo. Desde el lunch en el recreo hasta el noviazgo con Miguel. Ambas estaban conformes con turnarse para salir con él, dar vueltas en su low bike por las calles de Iztapalapa, asistir a conciertos de rap y a funciones clandestinas de boxeo. No parecía haber envidias entre ellas, y se contaban todo lo que hacían o planeaban hacer. A veces entre las dos curaban las heridas de Miguel con agua oxigenada, alabando su hombría y su porte hercúleo.  

Dánae era rubia y de ojos azules; Deyanira tenía cabello negro y rizado. Ambas parecían destinadas a ser madres solteras tarde o temprano, pero nadie parecía orientarlas en sus casas o a ellas simplemente no les importaba. No es que fueran muy bonitas, pero el hecho de que Miguel pudiera tener dos novias a la vez lo llenaba de vanidad. Muchas veces yo mismo, después de tener que renunciar a Ariadna por Fedra, envidié a Miguel por esa armoniosa relación bígama.

Ariadna fue el hilo conductor que me ayudó a atravesar el laberinto de mis primeros cinco años de primaria. Aunque no éramos novios, hacíamos la pareja perfecta; éramos los de mejores calificaciones y los más aplicados; juntos representamos en más de un concurso a la escuela “Palas Atenea”, ella en modalidad de oratoria y yo en dibujo. Sabíamos que nos gustábamos mutuamente, pero no lo decíamos, tal vez porque éramos todavía muy niños, tal vez por timidez. Sin embargo, yo estaba convencido que tarde o temprano acabaría declarándomele. Me gustaban sus enormes ojos de lechuza, sus largas pestañas y ese cabello lacio y negro como la noche. Me gustaban sus brackets, que brillaban como perlas cada vez que sonreía. Me gustaba también que hiciéramos equipo en clase, lucirme frente a ella al jugar futbol y llenar mis cuadernos con dibujos suyos.     

            Ariadna y Fedra se conocían desde bebés. Sus familias vivían a sólo una cuadra de distancia y tenían buena amistad, por lo que ellas crecieron prácticamente como hermanas. Era común que las ataviaran con los mismos vestidos, que pasaran la noche en la casa de la otra para hacer pijamadas o que fueran juntas al kínder, de la mano de la nana de Fedra, una alegre viejecilla metomentodo.

Pero cuando entraron a la primaria, Fedra y Ariadna acabaron en escuelas distintas. El papá de Fedra era arquitecto y su mamá una reconocida pintora abstracta y liberal que, era bien sabido, le ponía los cuernos a su marido con varios críticos de Artes Plásticas. Desde temprana edad, Fedra recibió una amplia formación artística en colegios particulares. Los padres de Ariadna, más convencionales, la inscribieron en la “Palas Atenea”. No obstante, ellas siguieron igual de unidas.

Fedra era traviesa y rebelde, por lo que la expulsaron de más de una escuela a causa de su mal comportamiento; sus máximas pasiones eran la Filosofía y la música de Nancy Sinatra, a quien idolatraba. Ariadna, por su parte, era aplicada y bien portada, y de grande quería estudiar medicina o veterinaria (aún no lo decidía). Cansada de la falsedad de las academias de arte de las que siempre acababan corriéndola, Fedra quiso que la inscribieran en la misma escuela que Ariadna, para cursar sexto año junto a su mejor amiga. Sus padres, desesperados por la conducta errática de su hija, accedieron de mala gana.

            Así fue como conocí a Fedra, y así fue como me cautivó desde el día que la maestra Magda la presentó al grupo, con botas negras y un colorido vestido de estilo a gogó en vez del uniforme. Me gustaba cuando corregía a cualquiera (incluso a la maestra) cada vez que decían algo incorrecto, que citara autores de los que nadie había escuchado antes y esa manera tan espontánea de ser, como una especie de Pippi Långstrump intelectual. Por mediación de Julio, comenzamos a mandarnos recaditos, y más tarde me animé a pasar todo un recreo en su compañía, preguntándole banalidades y escuchándola hablar la mayor parte del tiempo. Ella me prestaba discos, me alentaba a saltarme clases y hasta aceptó salir a dar la vuelta conmigo durante las vacaciones de navidad, alguna vez tomados de la mano.

Que yo sepa, Ariadna nunca se quejó ni le prohibió a Fedra que saliéramos juntos, pero era evidente que sentía algo de celos, pues igual que yo seguramente tenía la idea de que acabaríamos como novios algún día. Me entristecía ver cómo se alejaba un poco de mí, pero yo no era Miguel a fin de cuentas, así que tuve que decidirme por Fedra, que me tenía hechizado.

Ocurrió finalmente, durante una kermés escolar, con motivo del Día de Reyes. Le confesé lo mucho que me gustaba y le propuse matrimonio. Ni siquiera lo pensó; nos casamos, como dice la canción, en una fiebre más caliente que un chile picante. Julio fue nuestro padrino de boda. Alfredo y Ariadna los testigos. El salón entero se aglomeró a nuestro lado para reír o llorar mientras Fedra, resplandeciente con su ramo de flores y el anillo de aluminio en el dedo, separó con suavidad su velo blanco para que selláramos el himeneo con un beso, bajo una lluvia de serpentinas y confeti.     





VIII.
Por las noches, el cuarto donde dormíamos mi hermano y yo se iluminaba. Adheridas al techo, las calcomanías en forma de estrellas y planetas desprendían un tenue brillo verde fosforescente. Durante todo el día, esos pequeños astros planos se alimentaban con la luz natural y la que surgía de la bombilla eléctrica, para que al momento de cerrar cortinas y apagar el interruptor se encendieran por obra de un esplendor adquirido, cual Vía Láctea en miniatura.

           Mi hermano dormía en una cama paralela a la mía, rodeado de peluches. Mi hermana dormía en un cuarto aparte, entre revistas para adolescentes, diarios secretos, libretas con poemas y demás cosas que a mí me parecían cursilerías. Mis padres ocupaban el cuarto del fondo, y siempre eran los últimos en dormir; cada noche hablaban hasta tarde o hacían cuentas, tomaban café en sobremesa, veían el noticiero o preparaban los uniformes escolares para el día siguiente. También, al menos una noche al mes, mi mamá se dedicaba pacientemente a recortar las uñas y arrancar con unas pinzas los vellos de la nariz y los oídos de mi papá, peludo como un licántropo.   

            Si por suerte lograba dormirme mientras veía el resplandor fosforescente de Saturno y sus incontables satélites, por lo general mis sueños eran apacibles y podía dormir hasta más de ocho horas de un jalón. Pero había veces en las que los minutos avanzaban pesadamente y al momento de escuchar cómo mis padres apagaban finalmente las luces y cerraban las puertas de su habitación, yo seguía con los ojos pelones de cara a los adhesivos del techo, que ahora lucían completamente oscuros, después de absorber (¿o ser absorbidos por?) el Érebo de cortinas cerradas herméticamente.

            Era como si hubiera olvidado el proceso para dormir. Acostado en mi cama, me sentía terriblemente consciente de la cáscara vacía que era mi cuerpo en reposo, un reposo que en realidad era sólo un estado de desesperación callada. Daba vueltas sobre el colchón, escuchaba el crujir de los muebles y las cañerías, el concierto de ronquidos a coro de mi familia, y el tic-tac de todos los relojes se acumulaba como cerumen en el fondo de mis orejas.

            De nada servía entonces apretar los ojos hasta volver a ver estrellitas, forzar bostezos que nunca llegaban, numerar corrales enteros de corderos, repasar la jornada de atrás para adelante, buscar el lado más fresco de la almohada o volver a darle vuelta al somnífero cassette de sonidos ambiente que acompañaba a lo largo de un día entero a una manada de lobos. Daba igual lo que hiciera: de cualquier forma siempre volvía la misma sensación, a la misma hora de la noche. Un escalofrío de terror anticipado recorría entonces mi espina dorsal. Un pánico líquido inundaba mis miembros, crispaba mis cabellos, dilataba mis poros, taponaba mis oídos.

            Desde la cama de mi hermano, la canica negra de uno de los osos de peluche parecía verme fijamente, con rabia. El crucifijo de madera sobre mi cabecera semejaba la parte superior de un sepulcro. Los aullidos de lobos salvajes se escuchaban de vez en cuando a lo lejos, aunque el cassette hacía horas que había terminado. Debajo de mi cuerpo inerte podía escuchar cómo los muelles del colchón se contraían, cómo retumbaba el tambor, y esperaba empapado en sudor el momento en que alguno de los alambres oxidados rasgara la tela, atravesara el grueso edredón bajo mi espalda y descarnara mi propio pecho, dando justo en el blanco e impulsando mi corazón hacia fuera como un resorte, igual que uno de esos jack in the box con los que jugaba en el kínder.

            El sueño, una vez pasado el agotamiento propio del pánico, podía llegar a cualquier hora de la madrugada, o poco después del amanecer, cuando ya era demasiado tarde para reparar mis energías gastadas. Por eso, cada mañana despertaba inevitablemente molido. Se hizo costumbre que al momento de bañarme, o al desayunar, o en plena clase, me pusiera a cabecear como un narcoléptico, e incluso que hablara dormido.

Eran sueños breves pero vívidos, con tramas estructuradas y encuadres casi cinematográficos, aunque muchas veces al despertar no podía acordarme de los detalles. Lo único que sí recuerdo es que Fedra, Ariadna y los demás fueron protagonistas de más de uno.   




  
IX.
Esa noche vimos ovnis en el cielo. Un manto absurdo, tachonado de estrellas, se cernía sobre nuestras cabezas infantiles, como puesto ahí por obra de una orden superior. Si aquello fue una alucinación visual, al menos queda claro que fue una alucinación colectiva, pues no hubo nadie de los presentes que no afirmara haberlos visto.

Estábamos a las afueras de la casa, sentados en torno a una fogata boy-scout cortesía de Julio y sus múltiples condecoraciones, asando bombones y contando relatos de miedo. Era la mejor manera de finalizar un largo día de diversión y emociones fuertes. Pasamos un buen rato relatando nuestras mejores historias, creyéndonos de pronto la Sociedad de Medianoche de la serie “¿Le Temes a la Oscuridad?”.

El único que no parecía a gusto era Alfredo. A pesar de ser una noche fresca, su frente volvía  a estar perlada de sudor como a mediodía, y no paraba de retacarse la boca con malvaviscos chamuscados o tronarse los dedos nerviosamente. No es que los relatos que contábamos le dieran miedo, pues de hecho al parecer apenas si les prestaba atención; lo que parecía incomodarle era el hecho en sí de que ya fuera de noche y estuviéramos al aire libre.

A lo largo de la velada hubo varias burlas y cuchicheos de incredulidad disimulados, pero ni siquiera Montse, Uralia o Sofía se atrevían a levantarse de su asiento para ir al sanitario, por temor a toparse con algo raro en su camino. Lo de contar historias de terror fue siempre uno de nuestros divertimentos favoritos. Nuestra escuela se prestaba para eso, ya que era una antigua mansión de principios de siglo XX cuyos amplios salones fueron en su tiempo los aposentos de una acomodada familia de agricultores franceses. No eran raros los rumores sobre la muerte violenta de una niña en esa misma casa, ni sobre su supuesta alma en pena aparecida en los corredores solitarios, o las leyendas sobre el piano conservado de aquella época que, según decían, a veces se tocaba solo. Montse, que durante las vacaciones dormía en ese mismo cuarto encantado, confirmaba haber oído el repiquetear de las teclas a altas horas de la madrugada.

Miguel fue el primero en tomar la palabra, aunque lo que contó no tenía nada de paranormal. Nos relató algunos de los métodos de tortura de “Los Espartanos”, las cosas que hacían cuando algún miembro de una banda  rival caía en sus manos, y fue tan gráfico que Talía acabó tapándose los oídos para no escuchar.  

Tito pasó a contarnos la historia sobre El Patinador. Según él, le había ocurrido a su madre durante su juventud, una ocasión que al querer cruzar la avenida frente a su casa, se topó con vallas de seguridad, como si estuviera desarrollándose un desfile o una carrera de maratón. Se percató que era la única persona en varias cuadras a la redonda, hasta que a lo lejos vio venir un hombre con casco y traje de atletismo, deslizándose con elegancia sobre unos patines en línea. Se trataba de un joven atractivo y musculoso, sin embargo, entre más se acercaba a donde ella estaba ubicada, la piel del patinador comenzó a arrugarse y tornarse de color naranja. Sus músculos se desinflaron, hasta marcar los huesos sobre la piel y mostrar un despojo encorvado que al pasar a su lado le dedicó una mueca desdentada, para al instante desaparecer en la esquina como un montón de polvo barrido por el viento. Desde entonces, nos confesó Tito, su madre había encanecido por completo y teñía su cabello con tintes y henna egipcia en exclusivos salones de belleza de Polanco.

Después de descargar sobre Tito todo su repertorio de albures para madres, Iván nos relató con voz chillona la historia del Papa Negro. Una profecía que hablaba sobre la llegada de un Papa de raza negra al Vaticano, el cual inculcaría, por medio de reformas y concilios secretos, ciertos ritos vudús y sacrificios satánicos al interior de la Iglesia, destruyendo sus bases más sólidas y convirtiéndose en el Anticristo que marcaría la llegada del Apocalipsis.

Fedra, agnóstica y lectora avezada en Teología, le recalcó que tal cosa era absurda, pues ya desde el siglo XIV John Wycliffe, mucho antes que Lutero incluso, afirmaba que el Sumo Pontífice era la representación misma del Anticristo, al ser la antítesis viviente del que murió en la cruz, por esa vida de lujos y riqueza, sedentaria y medrosa. También le dijo que el color de piel no tenía nada que ver y era un mero prejuicio racista. Iván ni siquiera la escuchó: volteó sus párpados de adentro hacia fuera y se hurgó la nariz como en busca del punto G nasal. 

Siguieron más historias, algunas buenas y otras no tanto, mientras Julio atizaba el fuego de la hoguera para mantenerla encendida. Desfilaron por ellas chanekes, vampiros, nahuales, hombres lobo y hasta la maestra Magda metamorfoseada en bruja, entre susurros e impostadas voces de ultratumba.

Fue entonces cuando un alarido de terror auténtico enrareció el ambiente: Alfredo se levantó de un salto, completamente pálido y con los ojos desorbitados, entre gritos de “¡Ya vienen, ya vienen!”. Señalando el cielo con dedos temblorosos, corrió a refugiarse a la casa con una velocidad inaudita para su peso.

No fue sugestión: todos los presentes los vimos. Tres platillos voladores de brillantes luces, a unos doscientos o trescientos metros por encima de nuestras cabezas, dando vueltas como si llevaran un rato espiándonos. Se movían en círculos concéntricos, en una coreografía que quizá pretendía ser amenazadora. Permanecieron un momento más y después desaparecieron, ajenos a los dedos índice de tantos niños que los señalaban como antenas.





X.
¡Canta oh musa, la cólera de la pelirroja Fedra, la de breve talle, y de su casi hermana Ariadna, la de ojos de lechuza! Cólera funesta que acabó con lo poco que me quedaba de amor propio y trajo consigo desesperación e inseguridad a mi vida, marcando el fin de la infancia y de paso señalando el derrotero de los años ulteriores.
        
    La semana que Fedra pasó en reposo, por consejo de su ginecóloga, Ariadna, quien ya conocía hasta los mínimos detalles de lo sucedido, se encargó de hacer mi vida una pesadilla. Cada que volteaba a verla en el salón, ella tenía la mirada fija en mí con el resentimiento forjado en sus ojos como el fuego de Hefesto, aunque yo sabía bien que lo que le había hecho a su mejor amiga era sólo una de las causas almacenadas de ese aborrecimiento visceral.

En mi pupitre, una mano furtiva dejó escritas varias amenazas e insultos que uno nunca esperaría por parte de una niña tan delicada. La primera de las amenazas se cumplió durante el recreo, cuando al entrar al sanitario de hombres Miguel me recibió con un insospechado puñetazo en el ojo, que acabó por convertirse en un bulto sanguinolento y me dejó tuerto por una semana, como a un Polifemo enclenque.

            Lo tomé como uno de los arranques demenciales de Miguel, y mentí a mis padres que me había tropezado con una puerta. Pero poco después él mismo me confesó que Ariadna le había pagado cien pesos para que me diera ese golpe, y me pidió que por favor no lo tomara como algo personal. En compensación, me ofreció que le regresara el golpe con la bolsa llena de monedas que había ganado por su trabajo como sicario.

La venganza de Fedra fue más cruel y por supuesto más difícil de sanar. Cuando regresó de su descanso obligado, ni siquiera me dirigió la palabra: simplemente se cambió de lugar, de nuevo al lado de Ariadna, y comenzó a evitarme lo más posible, tanto afuera como adentro de la escuela.

Yo traté de disculparme de mil formas posibles, contentarla, hacerla reír como antes. Le pedí a Julio que intercediera una vez más por mí ante ella, y Alfredo me dio una cátedra gratuita sobre los  estrógenos y la oxitocina durante el proceso de enamoramiento, pero nada de eso resultó útil.

Tampoco sirvieron de mucho los consejos de donjuán de mi padre, ni contestar a  escondidas los tests para el romance perfecto que venían en las tontas revistas de mi hermana, en busca de una respuesta más indescifrable que los Misterios de Eleusis.   

Durante todo el mes de febrero, comencé a llevarle regalos de San Valentín cada vez más caros: primero globos de corazón y ositos de peluche, más tarde unos gruesos libros de Kierkegaard y Spinoza que alguna vez me había dicho que le encantaría tener. Invariablemente, ella siempre rechazaba mis obsequios, y yo me sentía un imbécil regresando a caso con los presentes indeseados. Más de uno terminó en el bote de basura, entre montones de porquerías.

            También en el bote de basura terminó el anillo de nuestra boda, luego de que me lo devolviera envuelto en una servilleta una mañana de marzo, rompiéndome el corazón en pedazos.

            Hasta Adonai y el mentecato de Tito se carcajeaban de mí a mis espaldas, y varias veces estuve a punto de acabar a golpes con alguno de ellos, pero me contenía porque sabía que a Fedra le gustaban los pacifistas. Sentía las miradas de conmiseración del resto del grupo cuando cada mañana aparecían nuevos mensajes humillantes en el pizarrón, que yo mismo escribía. En mi mente paranoide, cada risita de Montse, Sofía y Uralia significaba un nuevo chacoteo a mis expensas. Y lo peor del caso, es que los consideraba bien merecidos. 

            Incluso la obesa maestra Magda parecía disfrutar de mi sufrimiento. Más de una vez, frente a toda la clase, me recriminó la baja en mis calificaciones y mi poco interés en la entrega de tareas. Con asquerosa voz cantarina, contoneaba su culo grasiento y decía: “Así ni cómo ayudar a tu papi y a ti para los próximos diplomas”. En represalia dibujé caricaturas pornográficas en las que la plantilla entera de profesores le aplicaba un bukakke inmisericorde. Iván se encargó de repartirlas de mano en mano, y recibí el castigo del director como un premio más por mi depurada técnica de caricaturista.

            Una vez, durante un recreo, mi hermano me pidió ayuda, pues un chavo más grande no los dejaba jugar a él ni a sus amigos con el tubo de una red de volibol.  No sólo ahuyenté al niño con palabras excesivamente rudas, sino que además lo derribé de un empujón y desquité mi furia acumulada en forma de patadas sobre su cuerpo caído. La madre del infante herido exigió a mis padres el pago del tratamiento médico, y yo me sentí peor que un gusano.     

             Para mayo, comencé a seguir a Fedra a su casa después de clases. A una distancia prudente, como un detective experimentado, la observaba desde que su nana iba a recogerla y le compraba una paleta de chocolate en la tienda, hasta diez cuadras más adelante, cuando ingresaban en un edificio de puertas rosas y entonces tenía que regresar a las carreras, como Hermes con huaraches emplumados, porque mis padres y mi hermano ya llevaban rato esperando por mí a la entrada de la primaria, sin saber dónde me había metido, y se enojaban porque todavía les faltaba ir a recoger a mi hermana a la secundaria y ya iban tarde por mi culpa.

            A veces marcaba por las tardes el teléfono de Fedra, y colgaba al escuchar su voz. Una vez me armé de valor y en vez de colgar, pegué la bocina al altavoz de mi grabadora, donde sonaba “Ladybird” de Nancy y Lee. Ahí se condensaba todo lo que quería decirle y no podía: que la estaba esperando, que quería volar de nuevo a su lado y que esta vez prometía tratarla bien. La que colgó esta vez fue ella. Contrató el identificador de llamadas y dejó de responder a partir de ese día.

El resto fue terror nocturno, y la triste lira de Orfeo rasgada por Lee Hazlewood.





XI.
Quedamos de ir a jugar básquet a las ocho de la mañana, pero fueron más los que hicieron caso omiso al despertador. Estuvimos hasta altas horas de la madrugada intentando tranquilizar a Alfredo, que pálido y entre tartamudeos, nos reveló cómo llevaba un año entero bajo la vigilancia de alienígenas, luego de que con su telescopio descubriera las coordenadas exactas de una de sus bases espaciales. Conocía su poder y temía que lo secuestraran o lo desintegraran, pero sabía que si pedía ayuda lo tomarían por chiflado.
         
   Al final todos fueron quedándose dormidos poco a poco, en cualquier colchón que estuviera a la mano, e incluso hasta de a dos o tres por cama. Los únicos que no pudimos dormir fuimos Alfredo y yo. Él montando guardia silenciosa en su esquina junto al contacto eléctrico, jugando videojuegos con gesto grave; yo, a merced de uno de mis tradicionales ataques de clarividencia nocturna, y sin dejar de pensar –entre alucinantes fantasías eróticas– que a sólo unos metros dormían Fedra y Ariadna.

            Me levanté acalambrado y jodido, aunque la brisa matutina me reanimó un poco. Fedra, Dánae, Talía y Uralia completaron los equipos de basquetbol. Jugamos “Reloj” y “21”, aunque el verdadero ejercicio era correr detrás de la pelota afuera de la cancha, pues pocas veces la llegábamos al tablero y por lo general se perdía entre rebotes por la línea de saque. 

            En cierto punto Dánae, Talía y Uralia dijeron que iban por algo a la casa, y que “ahorita regresaban”. Se alejaron entre cacareos. Era un movimiento completamente premeditado, para dejarnos a solas a Fedra y a mí.

            Todas las palabras se me atoraron en la garganta. No sabía qué hacer, así que seguí botando el balón, sintiéndome más infantil que nunca. Fue ella la que rompió el silencio: “Quería pedirte perdón por cómo te he tratado últimamente… o sea, la verdad es que sí actuaste como un pendejo aquel día, pero no te merecías que fuera tan cruel contigo…”.

Le dije que no importaba, que cualquier cosa era poco en comparación a la manera en la que yo la había lastimado. Le dije también que nunca había conocido a una chica tan divertida e inteligente como ella.

Ella me dijo que también se la pasaba bien conmigo, que nadie la hacía reír tanto como yo.

Le dije que ojalá pudiera regresar el tiempo y volver a los buenos días de invierno.

Ella citó algo de Heráclito, con una sonrisa triste.

Le dije que lo más doloroso fue encontrar el anillo de boda en mi banca, pues para mí había significado mucho ese compromiso.

Ella me confesó que tampoco fue fácil para ella, y que aquella vez que le dediqué “Ladybird” por teléfono hasta lloró un poco, pero que Ariadna y su nana le había aconsejado ya no contestarme.

            “Entonces… ¿tú también me extrañabas, aunque fuera un poquito?”, le pregunté.

“Tú qué crees”, me respondió, y sin previo aviso me dio un beso bajo la red de la canasta. El balón cayó de mis manos y se alejó rodando sin que nadie intentara detenerlo durante un buen rato.   

            El resto del domingo fue uno de los mejores días de mi vida. Lo pasé la mayor parte junto a Fedra, entre bromas y besos robados, y por un momento volví a ser el de antes, como si los seis meses anteriores no hubieran existido jamás ni hubieran mermado mi confianza.

            Después de esperar a que Talía llamara a sus padres y les repitiera por tercera vez que estaba bien, salimos en manada a desayunar todos juntos al mercado, un festín de quesadillas, tlacoyos y tacos de cecina enchilada de Yecapixtla.

Un travesti ciego, que se hacía llamar Tiresias, nos vendió pulseritas de tela con nuestro nombre bordado. Y Montse nos contó, sentados alrededor del kiosco con diablitos y raspados como postre, algunos secretos desagradables de los profesores, que conocía de buena fuente, entre ellos que la maestra Magda había pedido una incapacidad para el siguiente curso, a fin de someterse a una costosa liposucción.

      Pasamos la tarde nadando y tomando el Sol. Fedra me ofreció de su protector solar con olor a coco, pero yo lo rechacé amablemente; le dije que me gustaba quemarme un poquito cada vez que salgo de vacaciones a algún lugar caluroso. “Es como un souvenir de los lugares que visito –le dije–, pero en carne propia”.

            Ella se rió y me dijo que estaba loco, y me pidió que le esparciera bien el bronceador sobre sus hombros pecosos.

            Al caer la tarde, Iván propuso que hiciéramos una fiesta de despedida. "Pero una con alcohol y cigarros –dijo–, no como esas pinches celebraciones infantiles con globos y gelatina en vasitos". No todos estaban de acuerdo al principio, la mayoría nunca había probado alcohol en su vida, pero nos ganó más la curiosidad y la excusa de que sería nuestra última noche juntos. El problema, por supuesto, era conseguir las provisiones, pues no nos venderían a nosotros por ser menores de edad.

            Como por obra de una invocación o un Deus ex machina, en ese momento apareció el chófer de nuestro autobús amarillo. Iba con una camisa floreada sin abrochar, dejando al descubierto un pectoral pálido y salpicado con una que otra cana. Al vernos torció su bigote en señal de sonrisa y se acercó a saludarnos tímidamente; su facha era la de un hombre a simple vista destrozado por una noche de excesos.

            Nos contó que la noche anterior, con ganas de bailar salsa, había entrado a un bar concurrido a las afueras de Oaxtepec, y que después de besar a la novia de un lugareño, recibir una paliza a cambio y perder el número de teléfono de la morra, se dedicó a beber hasta el desmayo. Gastó todo su dinero y tuvo que empeñar sus botas, su hebilla de calavera y su reloj para que el cantinero se compadeciera a darle otra copa más de whiskey. Salió después de las seis de la mañana, tambaleándose y desorientado, y nos confesó que justo acababa de despertar tras dormir la mona toda la tarde al interior del autobús.

            Aceptó surtir nuestro encargo, a cambio de que le compráramos una botella de ron, “para curársela” según dijo.

Con un poco de desconfianza, le entregamos el dinero reunido y lo esperamos a las afueras de la casa. Regresó al poco rato con su sonrisa de dientes chuecos, cargando las bolsas como regalos de cumpleaños. “No olviden llegar mañana puntuales”, nos dijo con un guiño; luego se retiró con la botella abrazada al pecho, igual que si fuera un bebé al que diera de lactar.





XII.
Desvirgué a Fedra unas semanas después de nuestra boda, una fría mañana de finales de enero que logramos evadir la vigilancia de padres y maestros apiñados a la entrada de la escuela, y aquello marcó el inicio del fin de nuestra breve pero hermosa relación.

La idea había sido suya: dijo que era una vergüenza pasar seis largos años de educación primaria sin haberme ido de pinta ni una sola vez. Ella, en cambio, se consideraba una experta en el tema, pues en sus anteriores escuelas lo había hecho al menos una vez por año. Tomándome de la mano corrimos por calles desiertas hasta sentirnos más o menos a salvo. Claro que a esa hora, y con los uniformes puestos, nuestra apariencia no podía ser más que la de un par de fugitivos. Ocurrió tan de pronto que olvidamos llevar un cambio de ropa necesario, pero ya era demasiado tarde para arrepentimientos. Aún no lograba normalizar mi respiración cuando ella posó sus labios sobre los míos, como premio por haber superado mi habitual cobardía. Luego oprimió al azar los timbres del edificio más cercano y volvimos a correr.

Las calles estaban grises y vacías: uno que otro basurero empuñaba con desgana su escoba, los polis dormitaban en las patrullas, algunos árboles ocultaban su alopecia con tardías luces navideñas. Entramos a una heladería desierta a comprar barquillos de chocolate. Nos atendió el dueño del lugar, un italiano canoso y pequeño que en otros tiempos había sido estrella de Lucha Libre bajo el apodo del Hombre de las Nieves.

Las paredes estaban tapizadas con recortes de prensa y fotografías en sepia de sus peleas de campeonato. Le faltaban varios dientes y cada vez que sonreía las patas de gallo formaban un medio sol alrededor de sus ojos claros. Era increíble pensar que ese hombre de aspecto frágil y bondadoso, que se movía con lentitud entre mostradores y máquinas de refrigeración, había sido en otro tiempo un manojo de músculos y testosterona, rival acérrimo de Chicano Yaqui Joe y del Hipopótamo Higgins. Durante el tiempo que estuvimos ahí no paró de sonreírnos con mirada cómplice y decirnos palabras incomprensibles que agradecimos igual.

Caminamos al parque más cercano con nuestros helados en la mano, ella hablando la mayor parte del tiempo. Siempre fue así: ella leía y sabía más que cualquier niña o niño de su edad, y cada vez tenía algo nuevo que contar. Yo trataba de contrarrestar mi ignorancia con humor. Si me hablaba sobre la crítica marxista de Georg Lukács, yo le contaba alguna anécdota tonta sobre Star Wars. Si me platicaba sobre los cantantes de blues que por ese entonces escuchaba, yo le decía el último chiste de Pepito. Si intentaba explicarme la influencia de San Agustín en la obra de Wittgenstein, yo hacía imitaciones de los maestros e intentaba hacerla reír.

Aún la recuerdo caminando a mi lado, su sonrisa mal disimulada, sus mejillas pigmentadas por el clima y su trenza ensortijada por las puntas sobre la bufanda multicolor. Cuando llegamos al parque nos volvimos a besar un buen rato. Mis manos la recorrieron de arriba abajo, como si fuera un escultor y ella mi obra maestra. De ser necesario, podría volver a formarla de memoria ahora mismo, de la materia más cercana que tengo al alcance: aire… Sus omóplatos huesudos, sus costillas como niveles de una vasija aquea, sus muslos torneados, su nalgas suaves, sus pequeños senos debajo del corpiño…  

Para no aburrirla, le propuse que fuéramos a la zona de juegos. En el pasamanos quedó claro que ella era un cachito más alta que yo, en el columpio nos reímos por el sonido ambiguamente sexual que emitían las cadenas oxidadas y en la resbaladilla me enamoré perdido de sus rodillas huesudas. En el subibaja nos mirábamos fijamente mientras oscilábamos en el aire, tratando de no parpadear antes que el otro, como un juego dentro del juego. Era una escena conmovedora: los dos riendo y llorando al mismo tiempo, con los ojos inundados de lágrimas y tratando de lubricarse a sí mismos. Al final ganó ella.

Pero seguimos jugando. En un momento dado me planté firme sobre el piso, dejándola en lo alto mientras agitaba los pies. “¡Bájame!”, me gritó entre risas. “No, te vas a quedar ahí muuuucho tiempo”, le respondí. “Está bien, soy paciente, ¿sabes?”. “¿Ah sí? Jaja, pues yo no”. De un brinco me bajé del asiento y me hice a un lado justo como lo que era: un niño imbécil, dejándola a merced de la fuerza de gravedad.

No sé en qué carajos estaba pensando. Traté de calmarla, pero ni con todas las disculpas y promesas de más barquillos de chocolate logré que dejara de llorar, un llanto silencioso que no obstante atraía la mirada de joggers y curiosos matutinos que pasaban por ahí, mientras bajo la falda un hilito de sangre resbalaba por sus muslos y ensuciaba sus calcetas impecablemente blancas.





XIII.
Algunos fragmentos no del todo apócrifos que (según recuerdo) ocurrieron durante aquella fiesta:

            Recuerdo que Alfredo estaba tan nervioso como la noche anterior, aunque todos intentamos tranquilizarlo, asegurándole que una cosa era que los ovnis le siguieran la pista y otra muy diferente que se atrevieran a atacarlo frente a tanta gente. Julio le aseguró que con una cerveza se sentiría más tranquilo, y él la bebió a sorbitos sin dejar de soltar de vez en cuando miradas paranoicas al cielo limpio y la Luna llena. Al final, tras otra cerveza más en el estómago, comenzó a sentirse menos angustiado, aunque no al grado como para bailar con Uralia, que se lo ofreció al menos una docena de veces.

            Uralia, en realidad, invitó a bailar a cada uno de nosotros, luego de emborracharse rápido con un par de cubas bebidas de un trago. Fue entonces cuando empezó a mostrar sus mejores pasos de baile e invitar a todos a seguirla, al grado de la impertinencia. Mientras daba rienda suelta a su danza frenética, sólo seguida de cerca por Sofía y Montse, intentó darle un beso a Iván, quien no tuvo reparos en reírse en su cara y echarle el humo de su enésimo cigarrillo: “Tranquila chava, que todavía no estoy tan pedo”. Fue la primera en caer, literalmente. Como pudieron, entre Sofía y Montse la arrastraron hasta uno de los sillones de la sala.

            Dánae tampoco aguantó la embestida de dos tequilazos, para beneplácito de Deyanira, que tuvo el camino libre esa noche para besuquearse con Miguel como si fuera la única en su vida.

Iván se emborrachó y fumó como un suicida. En cierto punto de la noche, fue a orinar a la casa con  la luz apagada. Pero en lugar de meterse al baño entró a uno de los cuartos oscuros, y derramó, según él sin darse cuenta, una lluvia dorada sobre la cabeza de Dánae, que ni siquiera se quejó entre sueños.

            Otro que igual se durmió de inmediato fue Tito, sobre el piso de la cocina, después de vomitar en el fregadero. Con unos plumones permanentes, dimos rienda suelta a toda nuestra creatividad obscena sobre el lienzo de su rostro y su ropa deportiva comprada en Sears.

            Montse duró un poco más en pie. Todavía tuvo fuerzas para cargarse al hombro a Sofía, que después de una de sus habituales tropiezos ya no se levantó. Extremadamente maquillada, como un payaso de ojos vidriosos, Sofía había reído tanto esa noche que la capa de pintura se esparció por todo el rostro. A lo complejo de su dicción se sumó la lengua trabada propia de la embriaguez. Nadie entendió una sola de las palabras que dijo, pero durante un rato fue el alma de la fiesta.

Íbamos ya por la tercera botella cuando las cosas se hicieron nebulosas.

Ariadna estaba más alegre que de costumbre, e incluso brindó conmigo en señal de armisticio; se veía hermosa con el cabello negro reluciente a la luz de la luna, pero no se lo dije por temor a arruinar las cosas.

Julio era el más  alegre, sociable como ninguno, sirviendo tragos, conversando con todos a la vez, bailando si quería, imitando voces, libre por completo de inhibiciones: a mí no paraba de abrazarme y hasta un beso en la mejilla me dio. “¡Pero es de cuates, eh! –me dijo arrastrando las vocales–, no te vayas a emocionar, cabrón…”.          

             Fedra se ofreció para ser la encargada de seleccionar las canciones, luego de conectar su walkman a unas bocinas portátiles; entre sorbo y sorbo de cerveza, cantaba a dúo con Ariadna y cada cierto tiempo me regalaba sonrisas inquietantes, como invitaciones para no alejarme de su lado hasta que llegara el amanecer.
     
       Talía también estaba más extrovertida que de costumbre. Bailaba, reía, hacía “fondos” y hasta coqueteaba con cualquiera. Esa noche decidió no llamar a sus padres para darles las buenas noches; en su lugar, cuando el celular StarTAC empezó a sonar repetidamente en el bolsillo de su short, ella se metió de un salto a la alberca, para darse un chapuzón con la ropa puesta.

            Era más de medianoche cuando todos la imitamos. El agua estaba fría, pero con la sangre intoxicada ni siquiera lo notamos. Miguel, con sed de algún juego violento, propuso que jugáramos “manotazo” con una baraja inglesa. Terminamos con las manos enrojecidas y las venas inflamadas, ya fuera por el golpe veloz de alguna palma o por estrellar nuestras propias extremidades contra la masa de agua.

Eso le dio a Adoai una idea: llegó con una bolsa llena de Tazos y entre agudos alardeos de niño borracho retó a cualquiera a una partida. “Al que sea capaz de ganarme le regalo mi colección”, anunció. La única que le tomó la palabra fue Deyanira, sólo para seguirle la corriente y no dejarlo con las ganas; pero ebrio como estaba, la mayoría de las veces Adonai no le atinaba a las columnas y, tras una reñida partida, terminó ganando ella. Derrotado y con lágrimas en los ojos, Adonai se fue todavía goteando agua al cuarto; encogido en posición fetal y entre reflejos respiratorios de llanto, como un cachorro herido, trató de asimilar su derrota oculto entre las sábanas.

De Fedra fue la idea de jugar Twister. Explotaron risas, como si aquello fuera lo más gracioso del mundo. Ariadna era la más entusiasta de todos; aplaudió la propuesta con rápidos aleteos de libélula, luego corrió hacia la casa en busca del tablero. No obstante haber bebido apenas media docena de cubas, se veía más borracha que el resto de los que seguíamos en pie.

Daba lo mismo, en realidad, pues a esa hora ya nadie se encontraba en sus cinco sentidos. Sobre las tumbonas del jardín, Deyanira y Miguel dormitaban, éste último cubierto con una toalla de pies a cabeza. Iván estaba recostado sobre una silla con los ojos cerrados y un cigarro a medio consumir entre los labios. Tito roncaba con el rostro pintado de vulgaridades sobre el piso de la cocina. Algunos otros, los afortunados, habían logrado arrastrase hasta las camas o los sillones.

Yo mismo sentía que me perdía por ratos, reaccionando sólo para comprobar que Fedra seguía a mi lado y para matar a los insectos que devoraban mi piel pringosa de sudor si me quedaba más de cinco segundos inmóvil. Era una noche cálida y agradable. La Luna flotaba como un huevo con orquitis sobre el cielo limpio de Oaxtepec.

Los vecinos más cercanos hacía rato que se habían ido a dormir, por no hablar de los vigilantes, que desde medianoche no se tomaban el esfuerzo de subir hasta allá; el único sonido imperante era la música salida de las bocinas portátiles de Fedra, a volumen prudente para no llamar demasiado la atención, y de su fina selección melómana.

La alberca era en ese punto el reflejo de lo que había sido una brutal fiesta: en remolinos boyaban, como restos de un naufragio, chanclas, playeras, Cheetos, cigarros, ases y reinas de corazones, algunos Tazos de Adonai, el celular de Talía, dinero y botellas vacías y transparentes, sin mensajes de auxilio en su interior.

Ariadna regresó con el producto intelectual de Milton Bradley en las manos; extendimos el tapete sobre el pasto con ayuda de nuestros pies descalzos.

A partir de ahí, las cosas se hicieron más confusas todavía. Recuerdo que Alfredo, un poco más calmado que de costumbre gracias a ese par de cervezas que bebió como si fueran refresco de cola, aunque el único más o menos sobrio del grupo, daba vueltas al tablero y anunciaba las combinaciones: Pie Derecho-Rojo, Mano Izquierda-Amarillo. A veces alguien se adelantaba a su turno o cumplía mal las órdenes; entonces todos reíamos. Fedra se arrimaba a mí e intentaba hacerme caer. Nuestros cuerpos se acoplaban en increíbles posiciones tántricas.

A pesar de sentirme incapaz de reaccionar a cualquier clase de estímulo, descubrí con sorpresa que me estaba excitando. Seguimos jugando incluso cuando Alfredo se hartó y fue a buscar su videojuego, y cuando los demás terminaron por irse a dormir en el primer sitio acolchado que encontraran libre. La primera en claudicar había sido Ariadna, tras presentir los ácidos del vómito naciendo en el fondo de su esófago y desaparecer de camino al baño.

Nos recostamos sobre el tapete de plástico. Su cabeza quedó encima de un círculo azul, la mía sobre uno verde. Le di un beso y acaricié sus nalgas. Metí mi mano por debajo de sus hot pants de mezclilla y comencé a masturbarla de la manera más delicada posible. Pensé en su himen, roto torpemente meses atrás por mi culpa, y tratando de que no me temblara la mano hundí mi dedo índice en esa zona húmeda, al ritmo de sus gemidos.

Toda la fiesta, todo el viaje, todo ese año había esperado el momento en que finalmente pudiéramos estar solos y con algo de intimidad, pero en ese momento no intenté algo más: no podía. Ella tampoco estaba tan lúcida que digamos.

Abrazados y acariciándonos, nos dedicamos a escuchar la música que brotaba del estéreo. En el disc-man de Fedra sonaba una mezcla perfecta para afterhours. Distinguí la voz melódica de Nancy Sintra cantando Strawberries, cherries and an angel’s kiss in spring…, y luego la voz hipnótica de Lee Hazlewood, y luego nuevamente otra voz dulce, la de Fedra susurrándome al oído, haciéndome cosquillas con su lengua. Era una de sus favoritas.

Siguieron rolas de Boards of Canada, Blonde Redhead, múm, Sparklehorse…. Fedra ya no las escuchó. El sueño terminó por vencerme a mí también al poco rato, mientras contemplaba sus ojos cerrados y sus labios ligeramente abiertos.

Nunca, ni antes ni después de aquella noche, volví a dormir tan bien.

Nunca, tampoco, los zancudos volaron tan a ras de suelo.





XIV.
La Aurora de dedos rosáceos nos despertó con su inclemente contacto. Como un bromista de mal gusto, retorció su dedo índice, húmedo de saliva, en lo profundo de nuestros tímpanos. Restiró nuestros párpados por dentro, como queriendo escapar de una trampa china. Hundió sus pulgares en nuestras sienes. Tamborileó sobre nuestras frentes al ritmo de una danza extática. Con afiladas uñas rasgó nuestros labios y exprimió nuestras glándulas salivales hasta la última gota.

Abrimos los ojos a la cruel resaca. Todo daba vueltas, mi cabeza se sentía al doble de su tamaño, la boca me sabía a basurero. Pero a pesar de la nausea y de las múltiples ronchas en brazos y piernas, no recuerdo otro momento de mi vida en que me haya sentido tan completo. Sonreí a Fedra y le despeiné el cabello, sabiendo que ese instante lo conservaría por siempre.

Ariadna salió tallándose los ojos y bostezando, y al vernos sonrió y dijo con voz irónica: “Ay, qué romántico, los esposos en su luna de miel”. Julio le siguió el juego y aulló como un coyote, hasta despertar a los demás soldados abatidos.   

Nos levantamos del arrugado mantel multicolor. Hacía rato que el walkman se había quedado sin pilas; en cambio, los primeros chillidos de niños y chapoteos matutinos comenzaban a poblar el aire. Una pareja de huéspedes pasó frente a la casa, y después de lanzar miradas escandalizadas ante lo que veían, siguieron de largo cuando Fedra les sacó la lengua.

Era un espectáculo digno de verse: media docena de escuincles (por no hablar de los que estaban adentro) crudos o todavía algo borrachos, desplomados sobre el pasto o en las tumbonas, entre los restos de una bacanal de proporciones épicas. Junto a la alberca, un trabajador de limpia pescaba metódicamente, con ayuda de una red coladora, los desperdicios del fondo de la alberca, apartando para sí las monedas y el celular descompuesto, y echando el resto en bolsas negras de plástico. Para él, seguramente, pachangas así eran cosa de todos los días.   

Iván se incorporó de la silla con los labios llenos de ceniza y fue al refri por otra chela, para quitarse la sed propia de la cruda. A su paso despertó con sus carcajadas a Tito, que seguía tirado sobre el piso de la cocina; lo decoraban decenas de penes pintados con tinta negra permanente, esparcidos sobre su frente arrugada a causa de la jaqueca, sus cachetes embarrados de vómito y en las comisuras de los labios resecos.

            Adonai se despertó con la peor de las crudas: la cruda moral. Parecía haber envejecido cinco años de trancazo; su cara era la del apostador que lo ha perdido todo. Para Deyanira los Tazos no significaban nada, pero aun así no quiso regresárselos. “Sin llorar –le dijo–, te los gané a la buena”.   

            Miguel se levantó de la tumbona del jardín con excoriaciones por toda la piel. Al parecer la toalla con la que lo tapó Deyanira estaba emponzoñada por la humedad o tenía fragmentos de diente de león, a lo que era alérgico; a sus múltiples cicatrices y costras, se le sumaron unos horrendos brotes cutáneos que él no dejaba de rascarse. Y ni siquiera Dánae, que se preguntaba por qué su propio cabello olía a rancio y estaba tan pegajoso, se le quiso acercar por miedo a que fuera contagioso.

            Talía llamó a sus alterados padres desde el teléfono fijo, y con la voz más arrepentida que pudo fingir les mintió que había perdido el celular sin darse cuenta, pero que estaba bien y se había dormido temprano. También les dijo que estábamos a punto de emprender el viaje de vuelta, para que la recogieran en la entrada de la "Palas Atenea".

Hicimos las maletas y algunos nos dimos un regaderazo rápido, aunque no había oportunidad para todos: todavía teníamos que atravesar a pie el centro vacacional para llegar a la terminal camionera, donde nos estaría esperando nuestro chofer y proveedor particular a bordo del autobús amarillo, quizá tan crudo como nosotros.

            Sofía, Montse y Uralia se reían recordando el bochornoso espectáculo que ofrecieron la noche anterior. Tito tallaba su rostro con un zacate, sin conseguir borrar los falos de Príapo de sus mejillas. Miguel se rascaba hasta causarse sangre y decidió vendarse la cabeza entera con papel higiénico, igual que una momia. Iván terminó la última cerveza del refri y eructó; era su cuarta lata de la mañana y otra vez ya estaba mareado.

“¿Oigan, y dónde está Alfredo?”, pregunté de pronto, percatándome por primera vez de su ausencia. Nadie parecía haberlo notado. Lo llamamos a gritos, pero no hubo respuesta; en el cuarto, su maleta seguía donde la dejó, y en uno de los contactos estaba el cargador enchufado pero con el otro extremo suelto. Temimos lo peor.

Nos separamos para buscarlo en los alrededores. Sabíamos que Alfredo no era afecto a esa clase de bromas, y estábamos ya a punto de darnos por vencidos y llamar a las autoridades cuando Julio nos llamó detrás de unos arbustos. Sobre una pequeña porción de pasto amarillento, como sometido a una descarga reciente de luz, descansaban un tenis aún amarrado y el Game Boy inerte, con el cartucho puesto de Contra III: The Alien Wars. Un frío casi glaciar recorrió nuestros cuerpos; nadie parecía capaz de romper ese silencio angustioso y formular las palabras que todos pensábamos al mismo tiempo. 

Instintivamente, las miradas se elevaron hacia el cielo limpio de Oaxtepec, pero tampoco ahí encontramos rastro de Alfredo.




XV.
De cara a la ventanilla del autobús, noté que mi nariz comenzaba a pelarse. Nueva piel y nuevas células reemplazarían las que ya estaban muertas; un nuevo rostro crecería en lugar del rostro que tuve a la edad de doce años.

Viajé solo, en el mismo asiento de fierros expuestos de la ida, y viendo el mismo paisaje aburrido. Fedra me acompañó un rato en silencio, con la cabeza recostada sobre mi hombro. Poco después me dio un beso, me apretó la mano con una sonrisa somnolienta y regresó con Ariadna a su asiento hasta el frente, junto a la cabina del conductor.

            No volvimos a saber nada sobre Alfredo desde entonces. Era algo que podíamos intuir que sucedería, pero no por eso resulta menos inexplicable. Su propia madre, cuando se lo comunicamos por teléfono, no pareció demasiado sorprendida por la noticia ni por las circunstancias de su desaparición; aun así lloró sin consuelo al enterarse. El viaje de vuelta, por obvias razones, fue silencioso y melancólico. Sin embargo a mí me gusta hacerme a la idea de que Alfredo no se fue sin dar una buena batalla, y que luchó hasta el final. Tal vez algún día regrese de donde esté a contarnos lo que pasó aquella noche.

            No fue necesaria una abducción para que a muchos de ellos tampoco los volviera a ver. Sé que algunos se han casado, otros tienen hijos, otros dejaron los estudios o siguen sin terminarlos, algunos se mudaron al extranjero o habitan en el mismo lugar de entonces, y varios más trabajan o están en la cárcel. No tiene mayor caso hablar de ellos tal como son ahora. Espero que tengan una buena vida, en cualquier punto de la mente de Cronos en la que se encuentren.

       El aire acondicionado escupía partículas de polvo y telarañas, pero cualquier cosa era mejor que asarnos bajo el Sol inclemente de la tarde, de vuelta a la ciudad contaminada. Recibiendo sobre el rostro enfebrecido la descarga de aire viciado, terminé por apagarme sin darme cuenta, como un motor que se enfría de pronto. Julio me despertó sacudiéndome del hombro. “¿Qué pasa?”, le pregunté, entornando los ojos, sin poder reconocerlo al principio. Me dijo que llevaba un rato inquieto, hablando en sueños con la cabeza pegada al cristal.


“¿Y qué fue lo que dije?”, le pregunté. Aparentemente, nada claro. Nombres sueltos. Palabras incoherentes e inconexas. Fragmentos de conversaciones. Balbuceos.