martes, 12 de abril de 2011

NEGRO COMO REFRESCO DE COLA

Lo culero es que desde que empecé a tomarle amor a mi cámara fotográfica, mi vida comenzó a tornarse más inmunda, cada sesión fotográfica representaba un chiquero de bazofia corporal: vergotas, nalguitas, tetotas, anitos, todos apestosos, infectos, repugnantes. ¡Ah! Pero esos pinches putos críticos de arte cómo lo disfrutaban: –Señor Kuahuamín, ¡de dónde sacó toda esa inspiración, esa luz, esos detalles esquicitos! Y como buen hipócrita hijo de la chingada me la creía, decía que del amor, de los recuerdos abrumadores de mi escalofriante niñez, las tristezas de mis años pasados, vulgares aires de farolez. Para ser franco fui muy pero mucho muy pendejo en esa primera etapa, claro que no podía todo seguir igual, es decir, que siguiera de pendejo y no me diera siquiera cuenta de lo que en verdad estaba pasando justo en frente de mi cámara. Digo que mi vida es ahora más vil porque puedo darme cuenta de mi situación como fotógrafo de culos pelones y apestosos, claro, también de que la anatema no era una invención de una anciana moribunda. Pero bueno, por decirlo de otra manera, uno puede nacer en un asqueroso nido de cucarachas y pensar que esos desquiciados compañeros son la familia más bella del mundo, que te cuidan, que es muy normal que madreen a tu mamá y se parchen a tus hermanas mientras tú ves la tele en un agujero en medio de alguna parte de Chalco. Pero ya que creces y te das cuenta que tu familia es una mierda, es cuando tu historia horripila más a tus sentidos. Porque obvio ves que tu padre es un hijo de puta (literal) que debería estar muerto desde hace décadas de tanto beber mezcal ¡pero no! Ah que cómo aguantan esos hijos de la chingada y no sucumben hasta que no llega otro cabrón más hijo de la chingada y le revienta la mema con un pinche cahuamazo asesino (por eso me apodan Kahuamín). Pero bueno, total que no nací tan pendejo y conseguí una beca para estudiar la prepa popular, etc. A los 18 mi madre me dijo: - Vete y no vuelvas a este puto infierno, órale chamaco cabrón, a la chingada de aquí. Pues le hice caso y me fui a la chingada; a trabajar en denigrantes cadenas de súper mercados, o de comida rápida, hasta una vez chambié de albañil y por misteriosas sinrazones del destino que me toca arreglar el techo de una señora re que te pipiris nice, de unos 70 años de edad, como no es de extrañar que me enamoro perdidamente, a veces hasta creo que el amor era mutuo, porque digo, yo no era muy guapo, y ella estaba en su mejor momento, para ser sinceros si la amé bien pinche pasadísimo de verga, me fascinaba hacerle el amor de perrito, mientras le jalaba sus pellejitos que le temblaban en la nuca, en las piernas, en su culito que parecía de elefante. ¡Ahh qué recuerdos, se me hace agua la ñonga! Pero pues sólo me duró viva 3 años, creo que ya no estaba en edad de coger todo el santo día. No me dejó todo su dinero, pero pues sí algo, y lo más importante, la cámara fotográfica de su difunto esposo. Cómo me acuerdo cuando deliraba en su lecho de muerte, agarrándome de la mano, pues como ya dije si la amaba pasado de verga, pues aquella escena la recuerdo sensorialmente trastornada de tantísimas lágrimas, me hacían ver todo como con un lente borroso, acuoso que deformaba mi exterior y en mi pecho se gestaba un insondable desfiladero, obscuro como el culo de una pantera, negro como, como, mmm… ¡Un refresco de cola! Sí, negro como un refresco de cola. Pero si hay algo que recuerdo chido fueron sus últimas palabras: -Kahuamitito, pedazo de cielo, tú traes al perro dentro, esta cámara te salvará, sé el mejor fotógrafo de esta jodida época, esta cámara está embrujada, y… ¡Coff coofff COOOFF! Y que se pela mi bien ponderada anciana millonaria. Bueno, obvio no me terminó de decir lo de la pendeja execración-fotográfica y sí, luego me di cuenta de cuál era, pero muy a deshoras. Me percaté justo al ver a una pareja salir del cuarto de un hotel. Pero bueno, luego ya con varo me tomé un curso de foto, compré unas luces chidas, contraté unas modelos, acá, gordas, enanas, teporochos, maricones, de todo. ¡Ah! Las putas críticas a mis primeras expos, yo sintiéndome una chingonería. Y la maldición comenzó a hacer sus primeras macabras apariciones cuando empecé con los detalles corporales, que los surcos en las arrugas de la cesárea de una prostituta, en los pelitos del ano tan encrespados de aquel divertido teporocho, todas esas cosas que a nadie parecían gustarle. !Cómo vendían! Hasta me hacía amigo de los compradores, me invitaban a beber, con decirte que hasta un día me ofrecieron a un infante para que me lo cogiera por las orejas, pues la neta me abrí a la chingada de esa pandilla no sin antes rifarme sendos lineazos de coca de la ruda. Y bueno, los detalles… los detalles empezaron a obsesionarme. ¡Qué chulada! Cada sesión fotográfica duraba más y más, los pendejos de los modelos se desesperaban, les ofrecía el doble de varo, el triple, sudaban, se dormían, y comenzaba su cuerpo a chuparse, a amoratarse, como plátano de mercado, hasta que quedaban negros, negros. Cómo me daba asco ese puto olor a gonorrea primaveral, pero seguía con los detalles, que la vena de las manos, que el huesito de la pelvis, más y más primorosos destellos lumínicos, adornando el escuálido cuerpo de aquella que al principio era una gorda de 100 nauseabundos kilos pero que frente a mi cámara mutaba en una horripilante plasta succionada en sí misma; mientras yo cada vez con ojeras más pronunciadas, más testarudo, buscaba esos escondidos momentos luminosos. Pero al terminar la sesión, ¡nada! Se paraban como si nada, sanos, normales otra vez, justo como cuando habían llegado. Lo pasmoso era que en las fotos sí se apreciaban los cadáveres putrefactos (pensaba, puta maldición tan más chingona). Lo más lógico es que estuviera lunático, pero no era así, sólo que me apegaba cada vez más a mi cámara, como con mi primer tamagochi. Cuando quise llevar mi trabajo a su máxima asquerosidad solipsista fue en el hotel El Pistifiur, había un espejo enorme que los muy pendejos habían puesto en el techo para que te pudieras ver coger en contra-picada, lo recuerdo muy bien, escogí a una anciana, muy parecida a mi ex, ya sabía que se iba a poner pútrida y decidí aparecer yo en la toma, ya sabes, como un autorretrato. Como siempre se durmió, se amorató, empezó a oler a culo vietcongniano chamuscándose con napal Yankie. Yo viéndome también ennegrecer, foto tras foto, más escuálido, más repugnante, seccionando detalles, descuartizando ese horrible cuerpo rancio, y yo moribundo viéndome reflejado en el espejo cuasi-burgués, ensimismado, taciturno, admirando a la anciana y al fotógrafo terminando la sesión fotográfica, mirando cómo abrían la puerta del cuarto y yo me quedaba podrido y ennegrecido, como un refresco de cola en medio del puto desierto lunar.  

LEONARDO EGUILUZ

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