domingo, 10 de abril de 2011

LA PRIMERA PRISIÓN

Era un calorcito muy confortable. Todo el día nade y nade, duerme y duerme. No necesitaba dinero ni burdos empleos,  de esos que te dejan un sabor a parásito o a esclavo en el paladar. Sin duda  era la mejor época para ser (¿o no ser? Que los enclenques eclesiásticos lo decidan con sus filosofías de sumisión humilde). En cuanto el hambre se sentía, las proteínas y calcio entraban por mi ombliguito, ni siquiera era necesario quemar calorías en masticar. Me encontraba recluido en mi perfecta estancia de soledad, la soledad predilecta: sin estar unida a la sensación sofocante de desamparo u otredad pestilente. Tenía todo el tiempo para concentrarme en mis cosas, en mis ideas, forjando mis propias razones, o simplemente entretenido oyendo a los de afuera y sus crisis auto-optadas: los desamparados. Esfumaba los días revolcándome gustoso en mi muy lindo egoísmo, la cosmogonía se reducía a mí: como debería ser siempre.
El tiempo no transcurría en ese vaivén de estómago nervioso (licuadora de ácidos gástricos) y gargantas resecas en insuficiencias. El tiempo ni siquiera transcurría. Esto es la utopía: sólo solo. A veces se escuchaban por  fuera  voces actuadas, simulando una enfermedad mental o una carencia de gónadas, me gustaban, parecían muy amables, al parecer yo les gustaba mucho, yo era una gran atracción en algún zoológico espacial. A veces era enfadoso sentir cómo se pegaban a mi pared, estresaba, me sentía observado, mis primeras paranoias, se reducía mi ya de por sí reducido espacio vital, intentaba alejarlos a patadas, pateaba y pateaba con todas mis fuerzas esos carnosos muros, al parecer esto fracasaba; simplemente reavivaba su morbosidad hacía mí, descubrí que al quedarme cayado en el momento de sentir esa presión en el muro, el depredador desconocido se alejaba al poco tiempo, quizá creyendo vacío mi recinto. A veces música de Beethoven o Mozart se escuchaba muy cerca, como sí las bocinas estuvieran pegadas en el cuarto contiguo. Me gustaba, era muy relajante. Aunque se me antojaba algo con más tamborazos, algo que me permitiera jugar un rato al nado sincronizado. En ocasiones se oía ¿acaso Creedence Clearwater Revival?  A dar maromas. 
La vida pasaba sin complicaciones, era la tierra prometida: feliz feliz feliz feliz feliz feliz feliz feliz feliz. Hasta que llegó ese día tan horrible: me encontraba profundamente dormido cuando sentí como el agüita comenzó a drenarse, se escucharon gritos y tensión fuera de mi celda, al parecer había concluido la condena más bella, la condena en el paraíso. Me querían llevar libre, mi celda comenzaba a comprimirse, el cuarto autoconsciente me empujaba  fuera de sí. Querían llevarme a esa tierra de ocupación inútil, tapizada de desamores y enfermedades,  con la enajenación y el ensimismamiento crudo flagelando día tras día tras día el raquítico espíritu. Ahí, donde dejas de ser único y te ves obligado a cambiar el cooperar por el competir. Donde tu única arma es buscar aprobación a toda hora, donde te corrompes en amoralidades que usan máscaras de pureza y virtud. Ahí, donde comienza el cronómetro a la locura. No me sacarían tan fácil, al menos no sin darles mi última pelea.
Después de un largo rato la habitación estaba completamente reducida, las paredes  me empujaban a mi indeseada libertad. La puerta se abrió. ¡Mis ojitos! Duele, duele mucho. La luz, horrible regalo. Como limón en la pupila. Tantos colores, tanta confusión, náusea. No saldría, me aferré con las pocas fuerzas que quedaban después de una larga estancia de atrofio. Agarré con todas mis fuerzas la carnosa pared, seguía empujándome, no pensaba salir, la lucha se prolongó bastante. ¿Horas? Intentaron drogarme, introdujeron fuertes sedantes en mi conducto de alimentos, desaté con todas mis fuerzas mi última reserva de adrenalina, aminoró el efecto de la droga, sin embargo, mi espíritu de luchador se iba desvaneciendo. Me quedaba poco tiempo, uno de mis pies estaba afuera. ¡Allá afuera estaba helando! Mis uñitas seguían aferradas a la pared. De pronto algo tomó mi pie, intentaba sacarme con todo su poder. ¡Era mucho poder! Era el final, no podía seguir luchando, hice lo más razonable en esos momentos de desesperación mortal: tomé ese ducto por donde se suministraba mi alimento y lo enredé firmemente a mi cuello. Suicidio: la única solución viable en ese momento. Si no lograba asfixiarme hasta la muerte antes de que me sacaran, por lo menos, con la fuerza ejercida por ese custodio sin rostro, se reventaría mi tráquea en un festín de sangre nueva y emancipación.
Me sacó con éxito, contrariando mis presagios no me autosofoqué ni destrocé mi laringe.  El custodio de blanco logró cortar la cuerda  en el último segundo. Yo estaba semiinconsciente,  el aire no llegaba a mi cerebro, el frío se apoderó de mí y se sazonó con el miedo que me provocaban tantos gritos. Él me golpeó, supongo para desquitar el coraje de la lucha que le había dado, rompí en llanto y caí en coma con mi soga ornamentando mi casi pulverizado cuello. Cuando desperté me encontraba en un pequeño cubículo cristalino aislado, alrededor se adivinaban otros ex presidiarios del placer en cubículos iguales. Hacía frío, una manta medio sucia me cubría, aún me encontraba debilitado por mi infructuoso suicidio, mi manguera de proteína había desaparecido, necesitaba energía. A lo lejos vi a dos gigantes, uno con bigote y una giganta con cabello largo y rizado. Parecían concentrar toda su atención en mí. Al parecer estaban felices. Pensé: ¿me harán su esclavo? Al instante en el que me desmayaba, otra vez un coma. Comencé a ingerir mi calcio y proteína a través de un frasco que contenía un líquido blancuzco, una custodia de blanco lo servía varias veces al día. Era difícil adaptarse, sabía mal.
Pasadas 3 horribles noches de traslados incoherentes con los gigantes y a la celda de cristal, me recuperé por completo. Mi cerebro quedó un poco dañado por el intento de suicidio, nunca volví a ser el mismo, mi capacidad cognoscitiva supongo que no se vio afectada (tanto (retraso mental)), años más tarde estudios clínicos lo revelarían. Sin embargo las aptitudes psicomotrices no volvieron a ser las de antes: fui torpe y lento al correr pese a mis largas piernas, mis reflejos  no eran del todo buenos, fui pésimo en cualquier tipo de deporte o actividad física, siempre la última opción en el equipo de fútbol del parque a las 4:00 pm. Supongo que  lo lento y pastoso de mi voz también se puede adjudicar al daño cerebral. Quizá también recibió un grave impacto la parte del cerebro encargada de facilitar la cosecha de relaciones sociales (o quizá simplemente me avergüenzo de mí mismo  y me recluyo en mis destellos  antisociales, es más fácil así evitar el rechazo).   Por suerte adquirí destreza en las manos que me permitió entretenerme en Supernintendo y posteriormente guitarra. Me adapté.
Sí, yo fui un bebé suicida que fracasó, me acostumbré a la vida libre, a veces las cosas van bien, otras van mal, qué importa. A veces estoy alienado y zombi, a veces me regocijo en las fauces mismas del arte y de los placeres del hedonismo y el erotismo. Me destrozan el corazón, me aman con locura insana. Spleen y algarabía o alegría y euforia. De eso se trata: dualidades. Vivir per se. De saborear cada jugoso gajo de experiencia, cada teta besada, cada paisaje decodificado, cada vino embuchado, cada muerte cercana prematura, cada nota del estéreo al volumen 28, cada frase de Cortázar, cada mala noticia que te persigue hasta en sueños,  y las noches, y esas noches de sollozos sin razón. Aprendí a mamarle la vida a la vida. Irresponsabilizarme. Al fin y al cabo siempre tendré la opción, la magnífica opción del cañón en la sien y regresar a mi primera prisión, prisión paradisiaca, sólo que esta vez los gusanos devorando mi vesícula biliar serán el líquido amniótico.
LUIS VILLALÓN 

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