martes, 19 de abril de 2011

LÍNEAS ROJAS


Para mi amigo Richi


"En un triste amanecer de diciembre,
cuando todavía brillaban en el cielo las últimas estrellas,
el antropófago subió a la horca.
Unos minutos más tarde apareció el sol en el horizonte
y todo el mundo en la ciudad se encaminó a su trabajo."
Francisco Tario  


Aquellos trazos de viejas cortadas sobre sus delgados brazos moteaban el tono de su ceniza dermis, líneas como pinceladas. Iguales a los que creaba con su ancho trozo de grafito al blandirlo frente a impensables y variados lienzos, cada que hacía surgir a personajes de Homero, porque la Odisea la agarraba hasta de babero, de almohada, de asiento, de aquí para allá, siempre relatándome lejanas y amplificadas aventuras aqueas. Regalándome como si me diera un vaso con agua, sus más bellas obras y si acaso como intercambio de una embriagante plática. Lo visitaba cada que se podía, cada que había tiempo suficiente como para dirigir nuestro barco a un naufragio en las costas del mezcal. Engullendo el primer vaso desbordante de licor a las 8 de la noche, tomando el último a las 5 de la madrugada, qué amigo excepcional, que manera de combatir sus instintos carnales. Tal era su convicción de no hacer lo que su cuerpo deseaba, que simplemente me lo relataba como cualquier cosa, como cuando no cuentas con el suficiente dinero para comprar una torta de salchicha con queso y sólo la pides de jamón. Así de normal era para él, claro que sólo yo sabía su secreto, para ambos resultaba obvio que nuestras pláticas le ayudaban a destapar la presión de su ser, cual carrito de camotes al fin del crepúsculo. Para sincerarme, no éramos melómanos competentes, pero nos agravaba el clima esnobista, sobrellevábamos la pasmosa saudade con Beethoven, Benny More y Víctor Jara, entre los más. Salvo una que otra visita en internet, nunca había llevado a cabo sus angustiantes deseos carnales, por lo menos hasta donde yo sabía, y como no era ningún asesino serial, narco o fascista, pues yo no tenía ningún tipo de problema, es más, ni siquiera me incomodaba. Hasta le hacía bromas: -Ay pinche Rimbombardo Roto Murjía, ya me vas a pedir de cumpleaños un puto Nenuco- solía responderme con un estrepitoso y horripilante sonido gutural que hasta para él y su familia era un espantoso carcajeo. La penúltima ocasión que asistí a su casa me abrió su hermano, me dijo que había ido al café internet, pero que no tardaría y con las más diminutas reglas de cortesía me invitó a pasar. Mientras llegaba, estuve analizando sus últimas obras; realmente se apreciaba el aumento en la producción de cuadros, obscuros y desgarradores como siempre, tal vez unos tonos más amarillos y azules, pero sí que había trabajado. Al llegar, su nerviosidad sólo era comparable con la que recuerdo haber sentido una ocasión en que llegué con mi ex oliendo a un perfume más exquisito que el suyo. El blanco de sus ojos se teñía de un tenue halo amarillento, éste revelaba su larga noche de copas. Sin darle mucha importancia, compartí mis observaciones sobre su obra, comentó que me tenía algo especial, una “epifanía gráfica” según sus propias palabras. Del pequeño ropero sacó un cuadro de dimensiones moderadas, en claroscuro se representaba una escena muy a la Cupido Dormido de Caravaggio, pero al fondo asechaban al infante un par de pequeños ojos e inmersas en la obscuridad 10 puntiagudas uñas se aferraban a una guinda cortina que encubría a algún monstruo escalofriante. Realmente era una de sus mejores obras, y bueno, su nerviosismo, el tema de su obra, su misteriosa visita al café internet mostraban claras evidencias de que el súmmum de sus indómitos pensamientos lo estaban superando. Consternado por pensamientos e historias que mi mente elaboró acerca de su posible actuar, decidí quedarme toda la tarde con él; no se tocó el tema, pero algo de sumisión contenía su mirar, como si las uñas de la pintura ya estuvieran rascando por dentro suyo, tumbando y moliendo todas las barreras morales que había levantado para contener el alud sexual. La velada terminó en el clásico abrazo de amigos. Toda la noche padecí pesadillas referentes a la pintura que para entonces ya estaba colgada en mi sala. Al otro día pasé a buscarlo pero nadie abrió. Al cabo de unos días decidí intentar de nuevo, pasé cerca de las seis de la tarde por su casa y para mi suerte fumaba un cigarro en su balcón. Me miró inmutado, yo por no empezar un momento incómodo le grité ipso facto que tenía algo importante que contarle, sin decir palabra me aventó sus llaves. Subiendo por las escaleras comencé a fabricar una ingenua historia referente a una mujer para que cuando me preguntase de tema tan importante yo no dudara en ningún específico detalle (la mujer se llamaba Turandot). Al entrar, lo primero que vi fue un bebé retozando jovial sobre la mesa, me platicó que lo había comprado, que se lo mandaron de algún país lejano y pobre, pero a pesar de sus ladinos deseos de toda la vida no se había sentido capaz de llevarlos a cabo. Un tono verdoso le teñía la piel del rostro, la culpa brotaba como chorros de sus pequeños y amarillentos ojos, me pidió que cuidara al bebé mientras iba por algunos calmantes a la farmacia; salió lento, ausente, verdoso. El bebé ni lloraba, hasta parecía estar feliz de descansar en aquella mesa tan parecida a la pintura de Caravaggio. Cupido movía sus manos y pies, inocente, inerme, algo empezó a desesperarlo, su llanto comenzó leve, sólo como un malestar, un bulto en mi pantalón crecía, se agrandaba cada vez más y más, el crepúsculo terminaba y 10 uñas trazaban líneas rojas sobre el regordete cogote de Cupido, lo rajaban entero en sólo segundos.

LEONARDO EGUILUZ


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