Íbamos
de regreso de una mala fiesta aquella noche un amigo, su padre, y yo. Estaba
tan entretenido conteniendo mi frustración por no estar más ebrio que apenas me
di cuenta cuando la conversación comenzó a girar en torno a las motocicletas,
un tema tan anodino como cualquier otro. Un inesperado silencio hizo que me
diera cuenta que esperaban a que dijera algo, probablemente la respuesta a una
pregunta que no escuché.
-A mi
me gustaría tener una chopper, tienen más actitud que las de pista.
Tal
vez nunca sepa que me preguntaron, pero la respuesta pareció válida.
-Yo
tenía una cuando era más chavo- dijo el padre de mi amigo mientras conducía-
Una 300 cc que me acompañó a varios viajes con mis cuates a Acapulco, Oaxaca...
pero la cambié por este chavo- completó mientras le daba una palmada en el
hombro a su hijo.
“¿Cambió
una moto por un bebé? ¿que no es eso ilegal?” pensé. Vale, tal vez no estaba
taaan sobrio, pero bien pude haberme bebido otros 5 o 6 whiskys. Mi perpleja
mirada se encontró en el retrovisor con la de nuestro conductor. No sé si notó
mi duda o sólo estaba encarrerado, teniendo en cuenta que él sí se bebió esos
whiskys, pero igual siguió hablando:
-Es
que con familia ya no es lo mismo, imagínate que me pasa algo y ¿qué iba a
hacer mi señora? Luego llegó el otro- su segundo hijo, supongo- y pues menos
podía correr riesgos innecesarios en la moto. Y entonces la vendí y ya después
compré el coche, que es más seguro. ¡Además en la moto no los podría llevar a
todos!- y remató con una risita.
Me
quedé mudo. El asombro y el miedo reemplazaron rápidamente a la perplejidad,
expulsando con ella los últimos rastros de borrachera que pude haber tenido.
Digo, ya sabía que tener hijos pasaba a joderte toda la existencia, pero nunca
había pensado que también te quitara el derecho a morir como te diera la gana.
De repente un condón roto, una pastilla caduca o una mujer mañosa tomaron una
nueva y aterradora dimensión que no había considerado.
Pensé
en las personas que conocía y que tuvieron descendencia, sombras de las sombras
de lo que alguna vez fueron: aventureros osados, promiscuos incansables,
bebedores incorregibles, yonkis atascados; todos reducidos ahora a padres de
familia responsables y cuidadosos, ya no de su propia existencia si no de la de
sus vástagos y, en los casos más deprimentes, también de la mujer que los había
parido. ¿Dónde quedaba entonces su vida, su voluntad? ¿Enterrada bajo montañas
de pañales sucios, asesinada por llantos en la oscura madrugada, ahorcada en el
cruel yugo de la mandilonería? ¡No sólo perdieron su vida, sino la capacidad de
entregarse totalmente a una pasión capaz de consumirlos completamente, de
matarlos! Como si fueran esclavos, atados a una vida gris e insípida hasta que
la muerte piadosa los agarre desprevenidos, sabedora de que ya no están en
condiciones de ir a buscarla, retadores y burlones como antes, dueños absolutos
de sus existencia y del final de la misma.
Llegamos
a nuestro destino y me despido con manos frías y húmedas de mi amigo y le doy
las gracias a su padre por llevarme en su auto. No le agradezco la valiosa
lección que me deja. Ya no puede entenderla.
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