Recibía un masaje de pies, alcoholizado,
retozaba boca arriba en una cama, con mi mano derecha daba vueltas a mi
sombrero negro de copa, qué deleite de momento, fastuoso, el ambiente se
completaba con la compañía de los Luciérnagos, Naye estaba a cargo del
peculiar masaje relajante. Escuchábamos algo de música, me parece que era Bach,
el día claro, brillante, mostraba las cuatro paredes del cuarto más definidas de
lo normal. —¿Fumamos “la chingadera”? —Preguntó el Luciérnago, a lo que todos
asentimos. Del hitter brotó el rasposo humo, mis bronquios se hincharon, los
sentía habitando en la parte alta de mi pecho, luego todo se enrarecía. Era ya
el tercer día consecutivo de estar bebiendo, reíamos al borde de entrar en una agobiante
cruda, acompañada claro de pesadillas y depresión, horas después estaríamos en
nuestros cuartos ya solos, con pensamientos y voces endemoniadas; con calor, frío, noche de sudor y sábanas pesadas. Llegó la hora de la triste despedida,
abrocharse los zapatos, ponerse la chamarra y bajar las escaleras; qué difícil
resultaba pensar en hacer todo eso, debía de pasar, pero el sólo pensar en
pararse y terminar con aquella tarde primorosa resultaba un tanto doloroso. Sal
de la casa, sube a tu auto, maneja, pon atención en no atropellar a nadie,
estaciona el carro, saca las llaves, abre la puerta, sube a tu cuarto y
desplómate sobre la cama. Unas 6 horas después soñaba que bebía una deliciosa
naranjada con agua mineral, desperté deshidratado, fui por una jarrita de agua
y me recosté tratando de poder dormir. Como de costumbre me resultó imposible, empecé
a recordar a mi ex novia, culpándome por los momentos malos; ahora ya sin el
sedante de la cerveza mis tumores del pecho me comenzaron a doler, como si me
encajaran una aguja en una roncha. Por esos días, todo me irritaba, mis
tumores, las chispas de agua fría que salpica la regadera sobre los pies, el
tráfico, la gente religiosa, las campañas políticas, ver cagar a un perro, las
telenovelas, encontrar algún objeto de mi ex, que se me cayera una salchicha de
mi torta. Los tumores que llevaba sobre
mi pecho aparecían repentinamente, de una pequeña ronchita, crecían enrojecidas
hasta tener el tamaño de una pupa, de una crisálida carmín. Comezón, dolor,
siempre acompañaban mis pasos, como era de esperarse, dicha circunstancia sólo me
alejaba más de la gente, cada que alguien me abrazaba el dolor me invadía y
cuando me llegaba a golpear accidentalmente con algo, era tan agudo el sufrimiento
que caía en soñolencia por varias horas. Me comparaba siempre con la gente miserable,
con la que no tenía para comer o con algún discapacitado, cierto era que mi
problema no era tan grave, pero aún así, todos los días de mi vida estaban
acompañados de esa suspendida molestia. La semana pasaba relativamente rápido,
el jueves ya era día de comenzar a beber; la tradición nos reunía de nuevo, los
Luciérnagos, Naye, música, cerveza, olvido del deber, remembranza de buenos
momentos. En aquellos días temblaba muy seguido, parecía que la pangea amenazaba
con formarse de nuevo; nuestra explicación del mundo se confinaba a la
pasividad, adiós a la historia, adiós al humano, halo de estereotipos y
productos tapaban nuestra estática vida. “La filosofía de la inmediatez” me
decía siempre el Luciérnago, tenía razón, es lo que hacíamos, por lo único que
luchábamos, nuestra búsqueda por la dopamina nos unía, nos devolvía lo que las
imágenes nos habían quitado. También por aquellos días a
mis tumores les comenzó a salir pelo, largos y gruesos cabellos negros les
brotaban de repente, algunos, torcidos crecían enterrándose en el propio tumor,
con grandes pesares les mostraba el camino que debían de seguir, los
desenterraba y el pelo seguía creciendo ya fuera de la piel, realmente lucían
como nidos de insecto, a veces me daba temor que estando en un autobús a la
hora pico comenzaran a brotar insectos de los tumores, arañas o yo que sé, y la
gente me mirara aterrada, me señalara mientras yo trataba de quitarme una
marabunta de encima. Cada vez, las noticias me resultaban más estúpidas, que si
un perro había orinado al presidente de un país lejano, que si un camión lleno
de pasajeros se había desbarrancado al norte de Asia. Ya nada parecía real, la
insensibilidad anegaba mi mente, hasta a veces me daban risa las imágenes de
narcotraficantes destazados, la hilaridad hurtaba el lugar que antes le
pertenecía al horror. Llegó el jueves como un charco de paz, calurosos saludos
me recibían, heladas cervezas me inundaban, Naye y los Luciérnagos, ahí,
conmigo. —¿Vieron la noticia sobre el
camión que de desbarrancó en no sé dónde? —pregunté. —No, pero ¡qué pendejos! —me respondió el Luciérnago, y tenía razón, se habían muerto los muy pendejos
y nosotros estábamos ahí, vivos, bien. Luego de unas horas, mi amigo sacó “la
chingadera”, pero esa era según él, una “chingadera especial” directa desde los
países bajos, la porquería olía a frambuesa; el paquete era similar a una
envoltura de condones, y no tardamos en fumarla toda. Para mi sorpresa me cayó
mal la fumada, el efecto aumentaba cada vez más, decidí sentarme y pensar algo
bonito, que me tranquilizara, en praderas, estrellas, pero nada me quitaba esa
angustia. No le dije nada a mis amigos sobre mi malestar, hubiera sido
vergonzoso, ya tan viejo y ponerme como adolescente en su primera fumada. Para
colmo, mis tumores me empezaron a picar, una ola de comezón me invadió, me paré
al baño, cerré la puerta y me quité mi playera con dibujos de Radiohead. Un
rostro perdido me escupía el espejo, mis tumores peludos estaban hinchados y
rojos, un poco de sangre brotaba de tanto que me había rascado. Ya no me
importaba el dolor, seguía rascando, rascando mientras pensaba en mi ex-novia,
y en la ansiedad que no se iba. Era tanta ya la sangre que lucía como una de
esas pésimas representaciones de cristo. La comezón se agudizó, me rascaba ya con
un cepillo para cabello, pedacitos de piel se atoraban en las cerdas. Y de
repente —¡Mierda, mierda! —grité. Un pedazo de caparazón se asomaba por un
tumor, me acerqué al espejo para ver mejor, y sí, era un jodido caparazón, me
rasqué más y más, seis patitas se asomaban ya por el hondo agujero que me había
hecho, y al ya no tener más piel que le estorbara voló, el insecto voló para
posarse en la pared. Mis amigos tocaron la puerta, alarmados por mi grito. —¿Estás bien Cahuamo? A lo que respondí: —No. De los demás tumores
empezaron a salir más insectos, luchaban rasgando la fibrosa piel que los
retenía; llanto y gritos saturaban el baño, abrí la puerta y mis amigos me
señalaron, corrieron. Rendido sobre el suelo, envuelto en un sordo sopor,
miraba a los insectos salir de mi pecho, volar y posarse en una de las cuatro
amarillentas paredes.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario