Un hombre me detuvo en la calle. Era viejo,
pero no marinero. Tenía una larga barba y un ojo centelleante. Pensé que era
amigo de la familia o algo así.
–Respóndeme Fitzgerald -me dijo–, respóndeme
esto: ¿por qué diantres un joven como tú escribe siempre tantas cosas
pesimistas?, ¿cuál es el punto?
Intenté reírme de él. Me dijo que él y mi
abuelo habían sido amigos de niños. Después de eso, no tuve deseos de
corromperlo. Así que intenté reírme de él.
"Jajajaja", dije con determinación,
"jajaja." Y luego agregué: "Jajaja. Bueno, nos vemos
luego."
Con esto intenté dejarlo atrás, pero él me
tomó del brazo con firmeza y mostró síntomas de querer pasar la tarde en mi
compañía.
–Cuando yo era un muchacho... –comenzó,
dibujando la postal que la gente siempre pinta de lo excelentes, felices y
libres del alma que eran cuando tenían 25 años. Así es: me contó todas las
cosas que le gustaba creer que pensaba en el nebuloso pasado.
Dejé que prosiguiera. Incluso a intervalos
hice gruñidos educados, para demostrar mi asombro. Y es que sé que yo mismo
haré lo mismo un día. Fabricaré para mis nietos un Scott Fitzgerald que, desde
luego, ninguno de mis contemporáneos en el presente reconocería. Pero ellos
también serán viejos entonces, y respetarán mi distorsión como yo respetaré las
suyas...
–Y ahora –el alegre anciano concluyó–, tú eres
joven, tienes salud, has hecho dinero, estás felizmente casado, has conseguido
un considerable éxito para disfrutarlo mientras aún eres joven, entonces
responde a un inocente viejecillo, ¿por qué escribes esa clase de cosas?
Sucumbí. Le contestaría la verdad. Comencé:
"Verá, señor, a mí me parece que entre más viejo se vuelve un hombre también
se vuelve más vulner..."
Pero no pude continuar. Tan pronto como
comencé a hablar, estrechó mi mano con rapidez y se marchó. No quiso
escucharme. No le importaba saber por qué yo pensaba lo que pensaba.
Simplemente había sentido la necesidad de dar un pequeño sermón y yo había sido
la víctima. Su decrépita figura desapareció con un ligero bamboleo en la
siguiente esquina.
"Muy bien, viejo aburrido", murmuré,
"no me escuches... no podrías entenderlo ya, de todas formas". En
desquite le di una patada al borde de la banqueta y continué mi camino.
Ese fue el primer incidente. El segundo
ocurrió hace poco tiempo cuando un hombre de un reconocido periódico nuevo vino
a buscarme.
–Señor Fitzgerald –me dijo–, circula un rumor
por Nueva York de que usted y su, eh, que usted y la señora Fitzgerald se
suicidarán a los 30 años porque aborrecen y temen la mediana edad. Quisiera
darle un poco de publicidad a este asunto, brindarle seguimiento como una
historia para nuestro suplemento dominical de cinco mil ejemplares. En la
esquina superior de la página pondríamos…
–¡Sí, ya sé! –lo interrumpí. –En la esquina
pondrán una foto de la trágica pareja, ella con un helado de arsénico en la
mano, él con una daga oriental. Ambos con los ojos fijos en un enorme reloj en
cuyo marco habrá un cráneo y unos huesos en cruz. En la otra esquina pondrán un
calendario con la fecha marcada en rojo.
–¡Exactamente! –chilló el reportero,
entusiasmado. –¡Ha captado usted la idea! Bueno, lo que haríamos…
–Espere un momento –le espeté. –No hay nada
cierto en ese rumor, en absoluto. Cuando tenga 30 años no seré este que soy
ahora, seré alguien más. Tendré un
cuerpo diferente, de acuerdo a un libro que leí una vez, y tendré una actitud
distinta ante todo. Incluso también estaré casado con una persona distinta…
–¡Ah! –dijo el periodista con un brillo de
ansia en los ojos, y anotó algo en su libreta.
–¡No, no, no! –le repliqué. –Quiero decir que
mi esposa será diferente.
–Ya veo, planea divorciarse.
–No, me refiero a que…
–Bueno, es igual. Para completar la historia
necesitamos algunas observaciones sobre las fiestas licenciosas. ¿Considera
usted que, eh, este tipo de fiestas son una amenaza para la Constitución? Y,
sólo para ligarlo, ¿considera que su suicidio será el resultado de ese tipo de
vida que ha llevado?
–¡Basta ya! –le interrumpí con desesperación.
– Entienda, no sé qué tiene que ver eso con el tema. Toda la vida he odiado la
vejez, porque creo que los años invariablemente aumentan la vulner…
Pero, al igual que en el caso del amigo de mi
abuelo, no pude continuar. El hombre tomó mi mano con fuerza y la estrechó.
Murmuró algo sobre entrevistar a una corista que acababan de reportarle que
tenía una tobillera de platino sólido, y se marchó.
Ese fue el segundo incidente. Como verán,
cuando traté de explicarle a esos dos hombres que “la edad aumenta la vulner…”,
no les interesó. El viejo habló para sí mismo y el editor parloteó sobre
fiestas licenciosas. Cuando quise explicarles, de pronto tuvieron compromisos
repentinos y se fueron.
De modo que, con una mano sobre la Dieciochava
Enmienda y otra sobre la parte seria de la Constitución, he hecho el juramento
de que a alguien debo contarle lo que tengo que decir.
*
A medida que un hombre envejece es lógico
pensar que su vulnerabilidad aumenta. Hace tres años, por ejemplo, sólo pude
haber sido herido en una sola forma: a través de mí mismo. Si por accidente una
lavadora eléctrica le hubiera arrancado el cabello a la esposa de mi mejor
amigo, estaría apenado, por supuesto. Le daría a mi amigo una larga charla
plagada de la expresión “viejo”, y terminaría con alguna frase del Discurso de Despedida
de George Washington; pero después de eso podría ir a comer a un buen
restaurante y disfrutar mi comida como si nada hubiera pasado. Si a mi primo
segundo le hubieran rajado una arteria mientras le arreglaban las uñas,
no niego que hubiese sentido un gran pesar dentro de mí. Pero cuando escuchaba
las noticias no me desmayaba ni tenía que ser llevado a casa en un carro de
lavandería.
De hecho, yo solía ser bastante invulnerable.
Profería un lamento convencional cada vez que se hundía un barco o chocaba un
tren, pero aun si toda la ciudad de Chicago hubiera sido aniquilada, yo no
habría perdido una sola noche de sueño, a no ser que supiera que St. Paul era
la siguiente en la lista. Incluso entonces podría haber llevado mi equipaje
hasta Minneapolis y descansar perfectamente toda la noche.
Pero eso era hace tres años, cuando yo era todavía
joven. Tenía tan sólo 22. Cuando escribía algo que a los críticos de libros no
les gustaba, podían decir simplemente “Dios, pero qué pueril”, y eso me
acababa. Tan sólo decirlo era ya suficiente para mí.
Ahora tengo 25 y ya no soy para nada un novato
(al menos no tanto para que me dé cuenta si me miro en un espejo convencional).
Por el contrario, ahora soy vulnerable. Soy vulnerable en cada sentido.
Para beneficio de agentes de rentas y
directores de cine que estén leyendo este texto explicaré que vulnerable quiere
decir “fácil de herir”. Bueno, eso es. Soy más fácil de herir. No sólo en el
pecho, los sentimientos, los dientes o la cuenta bancaria, también puedo ser
herido en el perro. ¿Me explico? En el
perro.
No, no es una nueva parte del cuerpo recién
descubierta por el Instituto Rockefeller. Quiero decir un perro de verdad. O
sea, si alguien entregara a la perrera al perro de mi familia me estaría
lastimando casi tanto como a él. Y si un doctor me dijera que después de todo
mi hijo no va a ser rubio, me estaría lastimando en una parte que antes no
podían lastimarme, porque antes no tenía un hijo en el cual pudieran
lastimarme. Y si mi hija creciera y cuando cumpla 16 se fuga con un sujeto de
Zion, Illinois, que crea que la Tierra es plana –y no escribiría esto de no ser
que ella tiene apenas seis meses de edad y no sabe leer, para no meterle ideas
en su cabeza– entonces sería herido otra vez.
Sobre ser herido a través de la esposa no
hablaré, ya que es un tema delicado. No diré nada sobre mi caso. Pero tengo
razones privadas para saber que si alguien le dice a tu esposa que ese vestido
amarillo la hace ver gorda, sufrirás violentamente en carne propia, durante un
lapso de hasta seis horas después, por lo que esa persona le dijo.
“¡Atáquenlo en su esposa!” “¡Rapten a su
hijo!” “¡Amarren una lata a la cola de su perro!” Con qué frecuencia escuchamos
esas frases en la vida diaria, por no mencionar en las películas. ¡Y cómo me
hacen estremecer al escucharlas! Hace tres años podrían haberme gritado eso en
mi ventana y no hubiera movido un solo párpado, a menos que alguien hubiera
dicho “Espera, creo que puedo dispararle desde aquí.”
Antes tenía cerca de tres metros cuadrados de
piel vulnerable a escalofríos y fiebres. Ahora tengo el doble. No es que haya
engordado desde entonces: esa cifra incluye a toda mi familia. Pero si un
escalofrío o una fiebre amenazan con tocar un pedazo de esa piel, yo empiezo a
temblar invariablemente.
Ahora entro en la mediana edad, pero la
mediana edad no es tanto adquirir años como adquirir familia. Los ingresos de
aquellos que no tienen hijos tienen una elasticidad asombrosa. Dos personas
requieren sólo un cuarto y un baño; una pareja con hijo, en cambio, requiere la
suite de lujo en la parte soleada del
hotel.
*
Empezaré la parte religiosa de este artículo
advirtiendo que si el editor espera conseguir de mí algo jovial y alegre –y,
sí, pueril– tendría que remitirlo con mi hija, si es que ella supiera dar
dictado. Si alguien piensa que yo soy pueril deberían de verla a ella, es tan
pueril que me hace reír. A veces me hace reír, también, el pensar en lo pueril
que es. Si un crítico literario la viera sufriría un colapso nervioso
fulminante. Por el contrario, cualquier persona que se dirija a mí, editor o lo
que sea, está tratando con un hombre de mediana edad.
Bien, tengo 25 años, y debo admitir que estoy
bastante satisfecho con una parte de ese tiempo. Quiero decir que los primeros
cinco años estuvieron bien… ¡pero los últimos 20! Han sido presa de extremos y
contrastes. Esto me afecta tanto que de vez en cuando me propongo guardar
gráficas para recordar los días que estuve más cerca de la felicidad. Pero luego
enloquezco y destruyo todos mis papeles.
Saltándome la larga lista de errores de mi
niñez, diré que entré a la preparatoria cuando cumplí 15, y que el par de años
que desperdicié ahí fueron de una infelicidad total y sin sentido. Me
entristecía por estar en una situación en la que todos pensaban que debía comportarme
como ellos se comportaban, y porque no tenía el valor para mandarlos al diablo
y tomar mi propio camino.
Por ejemplo, en la escuela había un muchacho
idiota llamado Percy, cuya aprobación trataba de conseguir por una
incomprensible razón. A causa de este insignificante sujeto, comencé a hacer
que mucho de lo que había cultivado en mi mente volviera a ser una especie de
maleza salvaje. Pasaba horas en el húmedo gimnasio tonteando, jugando basquetbol
y haciendo de mí un completo idiota cuando yo lo que en realidad quería era
pasear por el campo.
Y todo para complacer a Percy. Creía que eso
era lo que se tenía que hacer. Si no lo hacías eras alguien “mórbido”. Era su
palabra preferida, y me daba escalofríos. Yo no quería ser mórbido, así que me
convertí en un pelmazo.
Percy era además holgazán en clase, así que yo
comencé a comportarme igual. Cuando escribía mis historias lo hacía en secreto,
y me hacían sentir como un criminal. Si pensaba en alguna idea que no contara
con la aprobación de Percy, descartaba la idea y al instante ponía la mente
vacía casi como disculpándome.
*
Por supuesto Percy no fue a la universidad.
Comenzó a trabajar y apenas lo he visto en los últimos años, creo se convirtió
en un sepulturero de considerable prestigio. El tiempo con él fue tiempo
perdido, pero ni siquiera lo disfruté. No tenía nada que ofrecerme y yo no
tenía ninguna razón para hacer lo que él pensara o dijera. Pero cuando lo
descubrí ya era demasiado tarde.
Lo peor es que su influjo me duró hasta los 22
años. Es decir, podía estar haciendo felizmente lo que yo quería hacer, cuando
de pronto imaginaba a alguien moviendo la cabeza negativamente y diciendo:
“Vamos Fitzgerald, no deberías estar haciendo eso… ¡es mórbido!”
Siempre me afectaba esa palabra, así que
dejaba de hacer lo que quería y hacía lo que alguien más quería que hiciera. A
veces podía decirles a esas personas que se fueran al carajo, pero otras veces
era incapaz de hacerlo.
Durante el servicio militar, en 1917, comencé
a escribir una novela. Trabajaba en eso todos los domingos desde la tarde hasta
la medianoche, y luego desde las seis de la mañana hasta la noche. Me
disfrutaba a mí mismo completamente. Por entonces fui llamado de vuelta al
cuartel.
Después de un mes, varios amigos fueron a
verme con gesto de desagrado: “Fitzgerald, deberías ocupar tus fines de semana
para descansar y divertirte un poco. Lo que estás haciendo es… es algo mórbido.”
La palabra me convenció. Tuve el habitual
escalofrío a lo largo de mi columna vertebral. El fin de semana siguiente dejé
guardada mi novela, y fui de juerga con mis amigos a la ciudad a bailar toda la
noche. Pero comencé a preocuparme por mi novela. Tanto que regresé al
campamento sin haber descansado, sintiéndome miserable. También me sentía mórbido. Pero decidí que no regresaría
a la ciudad. Terminé mi novela. Los editores la rechazaron, pero al siguiente
año la reescribí y fue publicada con el título de “A este lado del paraíso”.
Antes de reescribirla hice una lista de las
cosas mórbidas que cualquier persona que las cometiera debería ir a parar al
manicomio más cercano (yo por ejemplo). Era mórbido:
1- Comprometerse con alguien sin tener
suficiente dinero para casarse.
2- Dejar la agencia de publicidad después de
tres meses.
3- Querer escribirlo todo.
4- Pensar que podía.
5- Escribir sobre muchachitas y muchachitos
tontos sobre los que nadie quería leer.
Hasta que un año después me di cuenta que
todos estaban bromeando, que siempre habían creído que lo único para lo que
servía era para escribir, pero no me lo habían dicho.
No soy tan viejo como para dar moralejas
sacadas de mi propia vida a las jóvenes generaciones. Guardaré para mí todo el
pasado anterior a mis 16 años; después de eso, como dije, fabricaré un Scott
Fitzgerald que hará parecer a Benjamin Franklin un pobre diablo con suerte de
haber conseguido prominencia. Incluso en lo que he escrito aquí me he esforzado
para esbozar el contorno de un pequeño pero nítido halo. ¡Me retracto de todo!
Tengo 25 años. Ojalá tuviera 10 millones de dólares para no tener que hacer un
trabajo en la vida.
Pero como tengo que hacerlo, diré la mayor
lección que he aprendido hasta ahora: Si no sabes demasiado no te preocupes,
nadie sabe en realidad demasiado sobre nada. Y nadie sabe ni la mitad acerca de
tus propios intereses como tú mismo.
*
Si crees poderosamente en algo (incluido en ti
mismo) y luchas solo por eso, terminarás en la cárcel, en el paraíso, en los
titulares del periódico o en la mansión más grande de la cuadra, dependiendo de
dónde empezaste. Si por el contrario no crees poderosamente en nada (incluido
tú mismo), irás por ahí sin más, conseguirás suficiente dinero para comprar un
automóvil a otro hijo de vecino, te casarás si tienes tiempo, y si lo haces tendrás un montón de
hijos, aunque no tengas tiempo, y finalmente estarás agotado y morirás.
Si formas parte de la segunda clase de
personas, tendrás la mayor diversión antes de cumplir 25. Si eres de la primera
clase, tendrás la mayor diversión después de los 25.
Si eres de la primera clase serás llamado
frecuentemente maldito imbécil, o
peor. Eso es una verdad tan cierta como lo fue hace cientos de años. Todo mundo
sabe que un chico que va por ahí masticando un trozo de pan sin que le importe
lo que los demás piensen de él es un maldito imbécil. ¡Es lógico! Pero hay
algunos malditos imbéciles que aun así logran graduarse y tener sus fotos en
los anuarios de sus universidades, con sus nombres debajo. Y esos tipos
sensibles que se rieron de ellos… bueno, ellos también tienen sus fotos ahí,
pero sus nombres no significan nada, y las sonrisas de sus rostros parecieran
ser más bien parálisis faciales.
Este tipo de maldito imbécil del que hablo
debe recordar que es menos imbécil entre más lo consideren así. La clave está
en ser tu propio tipo de maldito imbécil. (Este consejo es por supuesto sólo
válido para malditos imbéciles de menos de 25 años, de otra forma es
inservible.)
Pero no sé por qué al empezar a hablar de
personas de 25 años empecé a hablar de imbéciles. No veo la relación. Si me
hubieran pedido que escribiera sobre imbéciles, habría escrito mejor sobre esos
sujetos que se ponen piezas de oro en los dientes delanteros, porque hace poco
un amigo hizo eso y después de que lo confundieran tres veces en una hora con
una tienda de joyas ambulante, vino a preguntarme si creía que se notaba mucho.
Como soy un tipo amable, le dije que no lo habría notado si el sol no hubiera
estado brillando tan fuerte. Le pregunté por qué lo había hecho.
–Bueno –me dijo–, el dentista me recomendó
usarlos, porque los rellenos de porcelana sólo duran 10 años.
–¡10 años! ¡Probablemente estés muerto en ese
tiempo!
–Bueno, es verdad.
–Aunque viéndolo bien, será una ventaja que
cuando estés en tu ataúd no tengas que preocuparte por el estado de tus
dientes.
Y se me ocurrió de pronto que la mitad de la
gente está siempre poniéndose piezas de oro en los dientes. Es decir, se están
imaginando dentro de al menos 20 años. Cuando eres joven está bien imaginar tus
éxitos en el futuro, siempre y cuando no te extiendas tanto. Pero cuando se
trata de ti mismo y tu integridad (¡tus dientes!) es mejor concentrarse en el Hoy.
*
Y esa es la segunda cosa que he aprendido de
la mediana edad y la vulnerabilidad. Déjenme recapitular:
1- Comparado con lo que sabes acerca de tus
propios asuntos, nadie sabe nada. Y si alguien sabe más sobre tus asuntos que
tú entonces tus asuntos son suyos y tú le perteneces. Pero cuando tus asuntos
se vuelvan tuyos nadie sabrá más sobre ellos que tú mismo.
2- No dejes que coloquen piezas de oro en tus
dientes delanteros.
Ahora dejaré de fingir que soy un joven
agradable y revelaré mi verdadera naturaleza. Les mostraré, si aún no lo han
notado, que tengo una veta maligna y que nadie quisiera tenerme como hijo.
No me gustan los viejos. Siempre están
hablando de su “experiencia”, pero en realidad tienen muy poco de ella. De
hecho, siguen cometiendo los mismos errores a los 50 y creyendo la misma lista
de mentiras piadosas que se contaban a sí mismos desde que tenían 17 años. Y
eso remite nuevamente a mi viejo amigo Vulnerabilidad.
Tomemos como ejemplo a una mujer de unos 30
años. Ella será considerada afortunada si está relacionada con un montón de
cosas; su esposo, sus hijos, su casa, sus sirvientes. Si tiene tres casas, ocho
hijos y catorce sirvientes, es considerada incluso más afortunada. (Esto, por
supuesto, no aplica generalmente a más de un marido.)
Cuando era joven, esa mujer sólo se preocupaba
por sí misma. Pero ahora le preocupa cualquier cosa que pueda ocurrirle a
alguna de esas personas o cosas. Es diez veces más vulnerable. Por otra parte,
no puede cortar esos lazos ni deshacerse de alguna de esas cargas excepto a
cambio de un fuerte dolor y sufrimiento interno. Son las cosas que pueden
destrozarla, y a la vez son las cosas que más aprecia en la vida.
En consecuencia, todo lo que no le brinda
seguridad o la sensación de seguridad la sobresalta y la fastidia. Adquiere
sólo el conocimiento inútil de las películas baratas, las novelas baratas y los
recuerdos nebulosos de sus viajes al extranjero.
Para este momento su esposo, por su parte,
también ha comenzado a percibir en él algo extraño y nuevo. Casi ya no se habla
con su esposa, excepto para preguntarle entre gruñidos si mandó sus camisas a
la lavandería. En los desayunos dominicales, incluso a veces comenta con ella algunas
fascinantes estadísticas de partidos políticos o le lee la editorial del
periódico matutino.
Pero al llegar a los 30 años, el esposo y la
esposa saben en el fondo de sus corazones que el juego ha terminado. Sin
algunos cocteles de por medio, cualquier tipo de interacción social entre ellos
se vuelve un tormento. Ya no surge espontáneamente; es una convención ante la
cual deben resignarse y cerrar los ojos al hecho de que las personas que
conocen están igual de aburridos y cansados y gordos que ellos, pero deben soportarlos
por educación como ellos mismos son soportados en su momento.
He visto a muchas parejas felices. Pero pocos
de esos hogares siguen siéndolo cuando el esposo y la esposa son mayores de 30.
Los hogares podrían ser divididos en cuatro categorías:
1- Aquellos en los cuales los maridos son unos
tontos engreídos que piensan que vender seguros es más difícil que criar niños,
por lo que todos en casa deben hincarse ante ellos y rendirles pleitesía. Este es el tipo de hogar
donde los hijos se van de casa apenas aprenden a caminar.
2- Aquellos en los cuales la mujer tiene una
lengua viperina y un complejo de mártir, y piensa que es la única mujer en el
mundo que sabe lo que es tener hijos. Este es tal vez el hogar más triste de
todos.
3- Aquellos en los cuales se les recuerda a
los hijos a cada momento la importancia de haberlos traído al mundo, y el
respeto que deben tenerle a sus padres por haber nacido en 1870 en vez de en 1902.
4- Aquellos en los cuales todo es para
beneficio de los hijos. Donde los padres pagan mucho más de lo que son capaces
por la educación de sus hijos y terminan arruinándose sin razón. Estos hogares
acaban generalmente con los hijos avergonzándose de sus padres.
*
Sin embargo aún pienso que el matrimonio es la
más satisfactoria institución que existe. Sólo estoy explicando mi creencia de
que cuando la Vida nos ha utilizado para sus propósitos y se lleva nuestras
cualidades y nuestro atractivo, nos entrega a cambio vacías convicciones acerca de lo
que llamamos “sabiduría” y “experiencia”.
Es inútil señalar que a lo largo de la
historia de la humanidad, se ha creado un enorme camuflaje para ocultar el
hecho de que sólo la juventud tiene algo de atractiva o relevante.
Aunque estén en desacuerdo la mayoría de los
lectores de este artículo, procederé a concluir. Si no están satisfechos con
mis argumentos tienen el derecho de decir: “¡Dios, pero qué pueril es realmente!”
y dedicarse a otra cosa. Personalmente no me considero pueril pues no sé cómo
alguien de mi edad pueda serlo. Por el contrario, hace poco estaba leyendo un
artículo en esta misma revista firmado por un tal Ring Lardner que decía tener
35 años, y a comparación de mí sonaba bastante jovial, alegre y despreocupado.
Tal vez sea igual de vulnerable; no lo
mencionó en su escrito. Tal vez cuando cumples 35 ya no sabes siquiera qué tan
vulnerable eres. Lo único que sé es que si Ring llegara a tener otra vez 25
años, lo cual es poco probable, estaría de acuerdo conmigo. Entre más viejo eres
menos sabes algo sobre cualquier cosa. Si me hubieran pedido que escribiera
este texto hace cinco años, tal vez habría valido la pena leerlo.
FRANCIS SCOTT FITZGERALD
The American
Magazine, Septiembre de 1922
Texto original:
http://www.oldmagazinearticles.com/pdf/FITZGERALD%201.pdf
Texto original:
http://www.oldmagazinearticles.com/pdf/FITZGERALD%201.pdf