martes, 26 de noviembre de 2013

LA TUMBA DE MEDELLÍN

Conocí a esta persona. Un ser extraordinario. Aunque siendo meticuloso  podría decir que  lo extraordinario reside en las circunstancias que enmarcaron nuestros encuentros más que en él. ¿Alguna vez has sentido ternura por alguien que te recuerde a ti mismo? Un sentimiento que te llena de una efervescencia motivacional. Sería incorrecto designarlo como amor cuando se trata de egocentrismo, egocentrismo hacia el otro. Perdón si no me explico bien, es mi primera prosa y no he tenido la posibilidad de ejercitar mi conversación desde que falleció mi mujer hace unos años. Empezaré este relato desde lo que a mi parecer sería un práctico punto de partida, por no decir el comienzo, ya que sería arduo e inútil buscar un inicio concreto.
 He encontrado las delicias de la soledad en los cementerios, un lugar reconfortante donde poder llevar la existencia sin la abrumadora presencia de los otros. Los muertos son los mejores confidentes, la seguridad del interlocutor que sabe escuchar desde dos metros bajo tierra sin la necedad de decirte lo que debes pero no quieres saber. El trabajo de cuidador de tumbas es satisfactorio, trabajas poco y puedes estar en íntimo contacto contigo mismo todo el tiempo, además de tener las vicisitudes de la jardinería incluidas. Un lugar donde vida y muerte se mezclan en un ambiente de supersticiones iterativas. Pero no hablemos de mí, pasemos a él, que para el caso vendría a ser lo mismo.
En raras ocasiones entablo conversaciones trascendentes con los visitantes, sólo acordamos el precio de la mensualidad por conservar la tumba de su ser querido en perfecto estado y con flores frescas, cuando mucho uno que otro tópico sobre el clima o cualquier nueva disposición de la administración: cuestión de cortesía, respeto por su duelo. Este joven, de veintipocos años  acudía con mucha frecuencia a mi sección, una frecuencia excesiva tomando en cuenta que contemplaba la tumba de “Rosendo Medellín, 1908-1947, amado padre y esposo, talentoso escritor.”, un hombre que murió unos 50 años antes de que él naciera. Se sentaba por horas a ver la tumba, ensimismado, bebía cervezas sacadas de su mochila y fumaba sin parar, a veces sacaba un cuaderno y tomaba notas. Yo lo trataba al igual que a otros visitantes, dejándolo  a solas con sus penas, sin ocasionarle molestia alguna. ¿Quién soy yo para entender el dolor que pueda ocasionar la pérdida de un ser querido que murió antes del propio nacimiento? Estos años en el cementerio me han vuelto a la par de hipersensible al dolor ajeno, desinteresado, combinación que me resulta difícil explicar.
Durante la vejez hay que saber encontrarse pasatiempos, obsesionarse con las cosas más irrelevantes e intentar magnificarlas  o dotarlas de connotaciones místicas es la alternativa a quedarse en cama a morir. El joven sentando frente a la tumba se convirtió en mi propio misterio, llegar temprano al cementerio con la intensión de encontrarlo dotaba de sentido mi existencia, un vínculo me unía a él, no sabía explicármelo ni siquiera a mí mismo, pero había algo grande que nos relacionaba sin irme por la explicación floja de nuestro gusto por el cementerio. Tracé mi camino de investigación sobre la pista obvia de Rosendo Medellín, el escritor muerto hace medio siglo. Recorrí todas las bibliotecas de la ciudad sin encontrar dato alguno, la misma suerte tuve en mis paseos por las librerías de ediciones viejas en Donceles. Revisé la lápida con detenimiento, noté algo que me pareció nunca haber visto en todos estos años de rondar por el último lecho de Medellín. Justo arriba del año de nacimiento se encontraba casi totalmente deteriorado lo que supuse el mes del acontecimiento, un IV romano. En el año de su fallecimiento no quedaba vestigio alguno, o es lo que a mi vista le pareció, tras dar una lavada a la lápida, y pasar mi palma por donde supuse se encontraría el mes de fallecimiento de Medellín, pude sentir una X con un I. Noviembre de 1947.
Entusiasmado por el acontecimiento tracé un nuevo plan de trabajo y fui esa misma tarde a una gran hemeroteca en la que me había detenido brevemente en mi anterior paseo. Revisé minuciosamente  los diarios de noviembre del 47 en busca de alguna pista sobre el fallecimiento de Medellín.  Tras una ardua investigación de tres horas ahí estaba: un obituario del 13 de noviembre que incluía el epitafio que Rosendo Medellín había escrito para sí mismo, y que supongo por motivos de prudencia católica su familia decidió no usar.
El epitafio. Esos cuatro versos me cambiaron profundamente, fue una sacudida a todo lo que había creído en mi vida,  palabras tan exactas, una parte de mí estaba palpitando en ese viejo diario del 47. Me quedé helado, todo difería de lo que yo creía realidad, estaban escritas para mí. Por mí. Rosendo Medellín, el visionario. Prudentemente y sin despertar sospechas de la bibliotecaria recorté la página y la guardé procurando no maltratarla en mi abrigo, salí del edificio con pánico a lo que me esperaría a partir de ese momento.
El cementerio es el mejor lugar para despabilarte, dejar que la pluma se conecte directamente al sistema nervioso central y haga su trabajo sin la interferencia de la blanda carne. Sólo es cuestión de llevar algo para mantener la garganta fresca y los sentidos en esa atrofia del ensueño. Caguamas frías. Todos evitarán acercarse a un muchacho acongojado, ahogando las penas en la fría botella retornable, que te piensen sufriendo y te rehúyan por compasión o incomodidad. Dejarte guiar, que el tormento se convierta en cantos inmaculados, pulidos por los infiernos internos, por un criticismo que resultará en tendones acuchillados para el lector. Que las imágenes acechen la mente como buitres hambrientos. Esta es mi tumba. Rosendo Medellín. Resultaría más complejo explicarme mi propia decisión que darlo por sentado sin reclamo.   
“La poesía debe ser una forma de vida, diseccionar apasionadamente  todos los campos de consciencia e inconsciencia de uno mismo en ese gesto que se asemeja a hacer el amor tiernamente a una puta sádica. Cada estado mental tiene cabida en un canto, una obra tan compleja que abarque toda la vida del susodicho ángel tullido llamado poeta. Una especie de ADN espiritual. La vida de una persona, con sus altas y bajas engalanada en cantos. ” Le explicaba al viejo, que parecía entender todo a la primera, incluso me atrevería a decir que adivinaba mis palabras sin importar que tan incoherentes resultaran incluso para mí.
El viejo me resultó un compañero grato, es un hombre de aspecto fantasmal, de pocas palabras, de una seriedad que ronda lo tétrico. Un día sin decir más se acercó y me preguntó sobre la obra del poeta Rosendo Medellín. No creí que el cadáver que me servía de mesa de trabajo fuera un escritor reconocido, y mucho menos por un cuidatumbas. -Una ocasión, antes de conocer al viejo, investigué en internet por más aburrimiento que por curiosidad sobre ese nombre, como lo esperaba se mostraron cero resultados para el escritor  y unos tantos para personas que compartían el mismo nombre.- Me mostró una nota de un periódico viejo que guardaba en su billetera que incluía unos versos de Rosendo Medellín. Muy bueno para ser un poeta del siglo pasado: sus versos reflejaban odio, un grito desesperado, blasfemias disfrazadas de apologías a la humanidad, todo esto en cuatro líneas, maestro de la síntesis. Sin embargo no me resultaba tan espectacular como afirmaba el viejo.
Más que amigos nos hicimos cómplices, bebía conmigo y yo le enseñaba a mis escritores favoritos, poetas locos, suicidas, desencantados, toda clase de neuróticos que no tiraban burdas alabanzas a lo establecido. Le enseñé mi obra, quedó fascinado. Le enseñé a escribir, me superó.
Algo en los escritos del joven rememoraba mi pasado, esa rebeldía juvenil, el nihilismo obligado en esa etapa, las barreras poéticas que uno solamente es capaz de destrozar cuando está verdaderamente enfadado y con el futuro todo incierto, esos versos donde domina el fondo sobre la forma…, inexperiencia. Una especie de prefacio a mi propia obra, como la mía a la de Medellín... O viceversa. Algo que yo hubiera escrito en mi juventud, algo que Medellín hubiera escrito en la suya. Hablar de diferentes épocas es lo que menos importa cuando se trata del poemario de una sola vida. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario