Conocí a esta persona. Un ser
extraordinario. Aunque siendo meticuloso
podría decir que lo
extraordinario reside en las circunstancias que enmarcaron nuestros encuentros
más que en él. ¿Alguna vez has sentido ternura por alguien que te recuerde a ti
mismo? Un sentimiento que te llena de una efervescencia motivacional. Sería
incorrecto designarlo como amor cuando se trata de egocentrismo, egocentrismo
hacia el otro. Perdón si no me explico bien, es mi primera prosa y no he tenido
la posibilidad de ejercitar mi conversación desde que falleció mi mujer hace unos
años. Empezaré este relato desde lo que a mi parecer sería un práctico punto de
partida, por no decir el comienzo, ya que sería arduo e inútil buscar un inicio
concreto.
He encontrado las delicias de la soledad en
los cementerios, un lugar reconfortante donde poder llevar la existencia sin la
abrumadora presencia de los otros. Los muertos son los mejores confidentes, la
seguridad del interlocutor que sabe escuchar desde dos metros bajo tierra sin
la necedad de decirte lo que debes pero no quieres saber. El trabajo de
cuidador de tumbas es satisfactorio, trabajas poco y puedes estar en íntimo
contacto contigo mismo todo el tiempo, además de tener las vicisitudes de la
jardinería incluidas. Un lugar donde vida y muerte se mezclan en un ambiente de
supersticiones iterativas. Pero no hablemos de mí, pasemos a él, que para el
caso vendría a ser lo mismo.
En raras ocasiones entablo
conversaciones trascendentes con los visitantes, sólo acordamos el precio de la
mensualidad por conservar la tumba de su ser querido en perfecto estado y con
flores frescas, cuando mucho uno que otro tópico sobre el clima o cualquier
nueva disposición de la administración: cuestión de cortesía, respeto por su
duelo. Este joven, de veintipocos años acudía con mucha frecuencia a mi sección, una
frecuencia excesiva tomando en cuenta que contemplaba la tumba de “Rosendo Medellín,
1908-1947, amado padre y esposo, talentoso escritor.”, un hombre que murió unos
50 años antes de que él naciera. Se sentaba por horas a ver la tumba,
ensimismado, bebía cervezas sacadas de su mochila y fumaba sin parar, a veces
sacaba un cuaderno y tomaba notas. Yo lo trataba al igual que a otros
visitantes, dejándolo a solas con sus
penas, sin ocasionarle molestia alguna. ¿Quién soy yo para entender el dolor
que pueda ocasionar la pérdida de un ser querido que murió antes del propio
nacimiento? Estos años en el cementerio me han vuelto a la par de hipersensible
al dolor ajeno, desinteresado, combinación que me resulta difícil explicar.
Durante la vejez hay que saber
encontrarse pasatiempos, obsesionarse con las cosas más irrelevantes e intentar
magnificarlas o dotarlas de
connotaciones místicas es la alternativa a quedarse en cama a morir. El joven sentando
frente a la tumba se convirtió en mi propio misterio, llegar temprano al
cementerio con la intensión de encontrarlo dotaba de sentido mi existencia, un
vínculo me unía a él, no sabía explicármelo ni siquiera a mí mismo, pero había
algo grande que nos relacionaba sin irme por la explicación floja de nuestro
gusto por el cementerio. Tracé mi camino de investigación sobre la pista obvia
de Rosendo Medellín, el escritor muerto hace medio siglo. Recorrí todas las
bibliotecas de la ciudad sin encontrar dato alguno, la misma suerte tuve en mis
paseos por las librerías de ediciones viejas en Donceles. Revisé la lápida con
detenimiento, noté algo que me pareció nunca haber visto en todos estos años de
rondar por el último lecho de Medellín. Justo arriba del año de nacimiento se
encontraba casi totalmente deteriorado lo que supuse el mes del acontecimiento,
un IV romano. En el año de su fallecimiento no quedaba vestigio alguno, o es lo
que a mi vista le pareció, tras dar una lavada a la lápida, y pasar mi palma por
donde supuse se encontraría el mes de fallecimiento de Medellín, pude sentir
una X con un I. Noviembre de 1947.
Entusiasmado por el
acontecimiento tracé un nuevo plan de trabajo y fui esa misma tarde a una gran
hemeroteca en la que me había detenido brevemente en mi anterior paseo. Revisé
minuciosamente los diarios de noviembre
del 47 en busca de alguna pista sobre el fallecimiento de Medellín. Tras una ardua investigación de tres horas ahí
estaba: un obituario del 13 de noviembre que incluía el epitafio que Rosendo
Medellín había escrito para sí mismo, y que supongo por motivos de prudencia
católica su familia decidió no usar.
El epitafio. Esos cuatro versos
me cambiaron profundamente, fue una sacudida a todo lo que había creído en mi
vida, palabras tan exactas, una parte de
mí estaba palpitando en ese viejo diario del 47. Me quedé helado, todo difería
de lo que yo creía realidad, estaban escritas para mí. Por mí. Rosendo
Medellín, el visionario. Prudentemente y sin despertar sospechas de la
bibliotecaria recorté la página y la guardé procurando no maltratarla en mi
abrigo, salí del edificio con pánico a lo que me esperaría a partir de ese
momento.
El cementerio es el mejor lugar
para despabilarte, dejar que la pluma se conecte directamente al sistema
nervioso central y haga su trabajo sin la interferencia de la blanda carne.
Sólo es cuestión de llevar algo para mantener la garganta fresca y los sentidos
en esa atrofia del ensueño. Caguamas frías. Todos evitarán acercarse a un
muchacho acongojado, ahogando las penas en la fría botella retornable, que te
piensen sufriendo y te rehúyan por compasión o incomodidad. Dejarte guiar, que
el tormento se convierta en cantos inmaculados, pulidos por los infiernos
internos, por un criticismo que resultará en tendones acuchillados para el
lector. Que las imágenes acechen la mente como buitres hambrientos. Esta es mi
tumba. Rosendo Medellín. Resultaría más complejo explicarme mi propia decisión que
darlo por sentado sin reclamo.
“La poesía debe ser una forma de
vida, diseccionar apasionadamente todos
los campos de consciencia e inconsciencia de uno mismo en ese gesto que se
asemeja a hacer el amor tiernamente a una puta sádica. Cada estado mental tiene
cabida en un canto, una obra tan compleja que abarque toda la vida del susodicho
ángel tullido llamado poeta. Una especie de ADN espiritual. La vida de una
persona, con sus altas y bajas engalanada en cantos. ” Le explicaba al viejo,
que parecía entender todo a la primera, incluso me atrevería a decir que
adivinaba mis palabras sin importar que tan incoherentes resultaran incluso
para mí.
El viejo me resultó un compañero
grato, es un hombre de aspecto fantasmal, de pocas palabras, de una seriedad
que ronda lo tétrico. Un día sin decir más se acercó y me preguntó sobre la
obra del poeta Rosendo Medellín. No creí que el cadáver que me servía de mesa
de trabajo fuera un escritor reconocido, y mucho menos por un cuidatumbas. -Una
ocasión, antes de conocer al viejo, investigué en internet por más aburrimiento
que por curiosidad sobre ese nombre, como lo esperaba se mostraron cero
resultados para el escritor y unos
tantos para personas que compartían el mismo nombre.- Me mostró una nota de un
periódico viejo que guardaba en su billetera que incluía unos versos de Rosendo
Medellín. Muy bueno para ser un poeta del siglo pasado: sus versos reflejaban
odio, un grito desesperado, blasfemias disfrazadas de apologías a la humanidad,
todo esto en cuatro líneas, maestro de la síntesis. Sin embargo no me resultaba
tan espectacular como afirmaba el viejo.
Más que amigos nos hicimos
cómplices, bebía conmigo y yo le enseñaba a mis escritores favoritos, poetas
locos, suicidas, desencantados, toda clase de neuróticos que no tiraban burdas
alabanzas a lo establecido. Le enseñé mi obra, quedó fascinado. Le enseñé a
escribir, me superó.
Algo en los escritos del joven
rememoraba mi pasado, esa rebeldía juvenil, el nihilismo obligado en esa etapa,
las barreras poéticas que uno solamente es capaz de destrozar cuando está
verdaderamente enfadado y con el futuro todo incierto, esos versos donde domina
el fondo sobre la forma…, inexperiencia. Una especie de prefacio a mi propia
obra, como la mía a la de Medellín... O viceversa. Algo que yo hubiera escrito en mi juventud,
algo que Medellín hubiera escrito en la suya. Hablar de diferentes épocas es lo
que menos importa cuando se trata del poemario de una sola vida.
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