domingo, 3 de noviembre de 2013

NALGAS DE EWOK

A los Luciérnagos,
mi pareja favorita de todos los tiempos



Jueves de monstruosa ingesta alcohólica en la casa del señor Embrollo Bigote –lampiño del rostro, peludo del cuerpo−, bebía desde temprana hora, sin playera enseñando su pecho con largos, exiguos y separados vellos grisáceos; recostado en el viejo sillón gustaba de mirar la tele. Su cubierta torácica, amplio valle de cuero, lucía siempre un tono rojizo tezontle, arropado a medias por una curtida camisa de mezclilla; descalzo, relajado, veía cómo mujeres sensuales en la tele anunciaban autos, frituras, muebles, cocinas, comida para perro. De vez en cuando descubría un solitario cabello posado sobre su rodilla, lo barría con la palma de su mano, se imaginaba toda la caída libre que había sufrido ese lineal desecho del organismo, jugaba a recrear mentalmente aquel mudo desplome capilar, el origen: su liso cráneo cuasi alopécico. La fractura capilar sufrida respetaba –en condiciones planetarias habituales− las leyes gravitatorias de rigor, danzando en el derrumbe, a veces más, a veces menos, abatido, cayendo sereno, hospedándose liviano en la superficie inmediata, acostándose suave, durmiente, esperando al viento para levitar. Luego de haber sido retirado el solitario cabello, don Embrollo aprovechaba para relamerse la poca melena que moraba a los lados de su cabeza; bebía, eructaba discreto, regulando el atronador impacto del gas con el ambiente, liberándolo cual desodorante en spray, un desdoblamiento orgánico y luego un soplido despresurizador, dejando un resabio de lúpulo burbujeante a lo largo de su faringe. Las caguamas heladas –que aún sobrevivían– aguardaban en el congelador, dos o tres horas más ahí dentro y estallarían como ojivas nucleares. 

El día despejado irradiaba rayos ultravioleta indiscriminados, una lupa astral enardecía el asfalto, derretía el universo de chicles habitantes del suelo citadino; el sol: un anciano azteca que arrojaba gozoso sus doradas puntas de obsidiana. Caían por doquier: en los techos, pirámides, edificios, en las albercas del Gobierno del Distrito Federal; pero una vez que las endiabladas dagas habían rebotado en alguna superficie, se volvían cálidas deltas, esponjadísimos foto-bombones, peluditos dientes de león. Ese térmico aliento entraba alumbrando el interior de la aún incompleta casa, las paredes grises a pesar de haber sido edificadas pocos meses atrás ya vestían sus características manchas fiesteras, máculas de cubas libres que no serían lavadas jamás, ni siquiera las más infames inundaciones iztapalápicas lograrían nunca mermar lo acentuado de sus contornos, lagunas miniatura regadas por las cuatro paredes, muy de arte contemporáneo. 

Tres horas más tarde de lo acordado llegaba el Príncipe de las Tinieblas, el yerno adorado del Laberinto Bigote: alto, barbón, recordaba a Cortázar. Su relación que al comienzo embarcó sobre frívolas cordialidades, se había transformado al paso de los meses en una dependencia amistosa, exacerbada por la cerveza, el humor y los Sabritones con crema. 

–Buenas tardes don Bigote.

–Pero pásale pinche Principito, cabrón, te estoy esperando desde hace tres pinches horas, ya me chingué tres caguamas y no apareces güey. 

–Perdón suegrito, se me cruzó un contratiempo que no pude evitar, ¡ajuaa! Me encontré con un puesto de pelucas y le traje esta, de afro, así como el Bob Marley, hasta parece un poco el pelo de su hija ¡fíjese!

Sonrojándose, sentía sus cachetes a fuego lento, en baño María, tomó la peluca, sus ojos pintados ya con patas de gallo admiraban la abundancia del cabello falso, sus dedos jugaban con esa mata negra, arbusto, testosterónica esponja, era la pieza perdida de su propio rompecabezas, esa falta que sólo en sueños recuperaba. La alegría de su semblante era obvia, pero no podía demostrarla frente al yerno, su inconmensurable regocijo debía esperar, una vez más podía portar su abundante cabellera de mulato. La puso sobre el sillón, a un lado de él, esperando algún momento de privacidad, probablemente llegaría cuando su yerno e hija se encerraran en el cuarto; sabía lo que hacían, la ingenuidad no lo caracterizaba y ahora, con la peluca podría ser él, completo otra vez; mientras esos ingenuos cogían él se vería en el espejo durante miles de segundos recordando cómo se veía a los 17 años, embriagado hasta el hipotálamo sería sencillísimo figurarse joven, recobrarse.

– ¡Cabrón hijo de la chingada, qué me traes estas pendejadas! ¡Doloooooreeeeeeees! Ya vino este cabrón… Bastardo hijo de puta, cómo te quiero cabrón.

Dolores, hija única de don Embrollo Bigote había optado por ir a recostarse un rato, sólo en lo que el Príncipe de las Tinieblas llegaba; su cabello encrespado chocaba con la enraizada mexicanidad, ello le daba una apariencia siamesa, aquel rostro revivía a las féminas mayas, su cuerpo de nutria salvaje daba la confianza de beber sin reparos, sin excusas ni horarios, a deshoras si se exhortaba su famosa frase: “¿Eres putito o por qué no bebes?” se reiteraba con todos los invitados, hombre, mujer, panadero, teibolera o policía se reproduciría una y otra vez hasta que sus ojos, esféricos jueces, dieran fe de que en efecto estaba alcoholizada la persona en cuestión.

–No mames pendejo, por qué le traes esas pendejadas a mi papá, tú también te estás quedando bien pinche pelón.

–Ay ya, era broma, no pensé que te fueras a emputar… Si quieres me pinto chata.

–Ya no le hagas al mamón, vamos a chupar con mi jefe.

–Va.

La triada chilanga se dispuso en la mesa de la sala-comedor, el Príncipe de las Tinieblas bebería hasta la muerte de la conciencia, fumaría yerba en la azotea cuando el suegro se durmiera y, si el cuerpo aguantaba y su miembro se mantenía lo suficientemente firme, capaz como para levantarse un tantito, segurito que tendría una relación sexual con Dolores, segurito.
La rectangular mesa alejaba a sus integrantes un poco, lo que de inicio desentonaba con la cándida charla, tarde o temprano se olvidaría y la familiaridad se escurriría hasta inundar la reunión. Cada vaso de cerveza, cada hondo trago y cada cigarro calcinado eran a la vez coherentes pausas y preludios al siguiente tema: escuela, fiestas, golpes entre vecinos, idas de compras, la familia, serie televisiva, sucesos destacables del México-narco, planes, sueños, chistes, recuerdos. 

–Y qué crees, cabrona, que vi a tu tía Tímpana en la tienda de los Pacos Locos, ahí platicando y sus niños le valen madre.

–Es una culera.

–Ah… Tu tía a la que le dimos un aventón el otro día ¿no?

–Sí esa, es una culera con sus hijos, por eso le va como le va. 

Y la tarde se consumía así, acompasada, poco a poco, trago a trago; a las risas, soles de garganta, súbitas ondas de choque, les daba por andar en la casa, paseando por la cocina, asomándose al baño, brotando quedo en soliloquios de embriaguez, de puntitas subían las escaleras y se regresaban rapidísimo directo a la sala-comedor, fluían a la puerta a ver si alguien las oía, a ver si renacían en eco. Como a eso de las siete, las sombras se sentaron en los rincones donde no llegaba la luz amarilla del foco, silenciosas envidiaban las risas en su subir y bajar, en ese correr por dondequiera; recelosas sabían que al final habitarían todo el lugar; podrían también reírse.  

–Ahorita vengo Dolores, quiero un poco de aire fresco… 

El Príncipe de las Tinieblas tenía bien calculada la situación: subiría, fumaría mariguana y regresaría casi igual, su suegro no notaría la sangre en las gordas venas oculares, no tan ebrio como se encontraba a esas horas de la noche. Ya arriba, en la azotea se podía ver el cerro del Chiquihuite, la Torre de Pemex, la Arena Ciudad de México; el viento frío lamía todos esos focos que a la distancia constelaban el descomunal D.F. Casi de inmediato, la hierba hizo que el Príncipe de las Tinieblas se pusiera triplemente borracho, es decir: pachipedo, lo que requería de urgencia o comer algo o caer rendido ante la peda. Un sargento dentro de él le prohibía decididamente ser el primero en caer, por lo que tomó aire y logró bajar junto a un grupo de risas que habían conseguido llegar hasta la azotea. 

–Dolores, esa fumada me puso bien pacheco ¿tu papá se dio cuenta que me tardé?

–Ay no mames, ya está bien pedo, yo creo que ahorita ya se va a subir a dormir. 

–Qué bien, esa hierba que me dio el Trolencio me puso bien pendejo. 

–Yo ya ando bien peda ¿Quieres que te prepare algo?

–No, ahorita se me baja. 

La mesa era una gran maceta de la que florecían caguamas vacías, colillas dobladas, bolsas de chicharrones semi llenos; Embrollo Bigote yacía sobre un brazo, roncando, con la peluca de afro ya puesta… maldita impaciencia.

–Papá, ya súbete a dormir.

– ¿Qué? ah, sí, ay voy.

Acompañado por dos sonrisas Embrollo subió las escaleras, pero su camino lo dirigió al cuarto de Dolores donde sin más se durmió sobre las cobijas, colocándose en forma fetal, acompañado por quinientas sombras regadas por todo el cuarto.

–Vamos a chingarnos estas de fondo ¿o te da miedo Principito?

– ¡Pequeñeces!

Un litro de cebada se alojó de un trago en la panza de ambos amantes, la certeza de tenerse juntos, borrachos y contentos cerraba el ciclo de ese jueves, todavía quedaban diez o quince minutos para terminar la velada, pero esa diminuta maraña de tiempo sería muy complicada de recordar al otro día, resultaría un acertijo traer en la cruda cada detalle de lo ocurrido: escaleras, cansancio, espacios indefinidos, risas y sombras. 

El Príncipe de la Tinieblas subió la escalera, de la mano de una flaca sombra la cual lo recostó, abrazó ese cuerpo de cucharita, sintió el crespo cabello sobre su rostro, atrajo hacia sí ese ser, una catarata recorría sus venas, latía, una sombra le sugería divertidas obscenidades; bajó el pantalón a las rodillas, moró ese cuerpo, “qué peluditas tienes tus nalgas Dolores, como de Ewok”. La puerta se abrió, otra melena crespa miraba a los dos amantes.  

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